¿De qué modo incide, en la constitución del psiquismo de cada sujeto, “la asimetría de poder entre los géneros”? ¿De qué modo se constituye el sujeto en contextos actuales, donde “se intenta fugar del paradigma patriarcal”? ¿Cómo se constituyen los psiquismos “con relación a la diversidad de las prácticas de sexualidad”? Tales cuestiones procura articular la autora de este trabajo.
Por Débora Tajer *

La revolución industrial y la entrada en la modernidad introdujeron numerosos cambios en la vida cotidiana, entre los que podemos ubicar la conformación de un nuevo modo de agrupación familiar: la familia nuclear. Esta familia, conformada por solo dos adultos (varón y mujer) cónyuges y sus hijos e hijas, fue efecto de varios cambios. A grandes rasgos, la migración del campo a la ciudad y la vida en unidades habitacionales más pequeñas produjo un pasaje de familias extensas a familias de sólo dos generaciones, unidas por lazos de alianza y sangre.

Esto democratizó la relación entre los varones de un mismo linaje, que dejaron de estar sometidos al gran patriarca del grupo y pasaron a ser pequeños patriarcas de su flamante familia nuclear. Y este modo de vida en familia ha conducido a una producción específica e histórica de formas de la masculinidad y de la feminidad. Los varones se constituirán en los proveedores económicos y representantes de la familia en el espacio público, y las mujeres, en el privado sentimentalizado (Ana María Fernández, La mujer de la ilusión, Paidós, 1993), dedicarán su vida a la crianza y las tareas de la reproducción social.

A fines del siglo XIX, con este panorama social y afectivo ya consolidado, hace su aparición el psicoanálisis, que tomará este modo familiar como escenario en el que se desarrollarán las tramas que tomará como base para sus contribuciones sobre la constitución de la psicosexualidad humana. Su instauración en el Río de la Plata, entre las décadas de 1940 y 1950, encontró a esta familia con un nuevo ingrediente: la entrada a la misma vía el romance y el amor romántico. Previo a la entrada por amor al matrimonio, esta institución no tenía aspiraciones de consagración de lo amoroso, sino sólo de lo patrimonial y reproductivo.

En una investigación que dirigí (Heridos corazones. Vulnerabilidad coronaria en varones y mujeres, Paidós, 2009), al relevar los modos familiares de origen, encontramos que, para entrevistados de entre 35 y 55 años de clase trabajadora, las familias nucleares eran una experiencia de una sola generación, pero que formaba parte del ideal social desde el cual median sus prácticas reales.

Mucha agua ha pasado bajo el puente de las constituciones familiares, lo cual amerita el compromiso de tomar la obra de Freud como un punto de partida y no de llegada. Como señala Michel Tort en El fin del dogma paterno, el corpus psicoanalítico vinculó sus construcciones más nodales con formas históricas contingentes.

Juliet Mitchell, en Psicoanálisis y feminismo (1982), destaca que se puede tomar al psicoanálisis como lugar de trabajo “para hacer de él un muy buen dispositivo de análisis de la producción de padecimiento subjetivo de la sociedad burguesa y patriarcal y no sólo como reproductor de la misma”. En resonancia con este planteo, el desafío actual se ubicaría en ver si podemos hacer de este corpus un modo de abordaje del sufrimiento humano en una sociedad pospatriarcal y posheteronormativa.

Para todo esto partimos del hecho de que la familia del psicoanálisis, base de la mayoría de los desarrollos teóricos y herramientas prácticas, en la cual todo sucede, es la familia de la modernidad: la familia nuclear. Si nos tomamos el trabajo de abrir la “cajita feliz” de la familia nuclear, encontrarnos que esa familia ha sido (y es) más un ideal social y una construcción imaginaria que una realidad en la experiencia de vida de muchas personas, que, aun en la modernidad, han vivido en familias extensas o en las que hoy denominamos diversas.

Esa familia se ha constituido en el modelo o ideal desde el cual se ha medido la expectativa de felicidad-infelicidad en la modernidad tardía. Y, desde que fue incorporando el amor romántico como base de entrada al matrimonio –desde principios del siglo XX– se ha validado como una institución que, al decir de Judith Butler (“¿El parentesco siempre es de antemano heterosexual?” www.debatefeminista.com), legitima los vínculos amorosos heterosexuales y ha hecho que el parentesco funcione o califique sólo si adopta las formas reconocidas de familia. Llamando la atención acerca de cómo se asiste a los momentos importantes de la vida con relaciones fuertes, pero que no tienen nombre o no están legitimadas por quedar fuera del dispositivo legitimado. La heterosexualidad sobre la cual se basa la familia nuclear es una heterosexualidad de dominio entre varones públicos y mujeres del privado sentimentalizado. Por lo tanto, no es la única heterosexualidad posible.

Respecto de la constitución de los deseos heterosexuales, encontramos un tipo de heterosexualidad, producida en el marco del patriarcado, que implica una producción deseante en relación con la diferencia desigualada (Ana M. Fernández, Las lógicas sexuales: amor, política y violencia, Nueva Visión, 2009). La constitución del deseo heterosexual en mujeres, en el marco de las relaciones patriarcales, implica un amor no sólo al que está del otro lado de la diferencia sexual, sino que incluye, relaciones de género mediante, el amor al amo social y al que tiene más privilegios, de los cuales ella no goza. Emilce Dio Bleichmar (El feminismo espontáneo de la histeria, 1985) señaló que parte de ese desafío se relaciona con el trabajo psíquico que implica investir la condición de “género devaluado”. Desear ser el género devaluado imprime al psiquismo de las mujeres un trabajo específico. Este no es captado por la figura de la resolución edípica tradicional, en la cual el gran trabajo femenino es el abandono del primer objeto de amor, entendido como la madre, en los modos generalizados de crianza que hasta ahora conocemos.

La constitución del deseo heterosexual en varones, en el marco de las relaciones patriarcales, implica un tipo de deseo conformado en torno de ser el amo social. Con algunas tendencias que vale la pena analizar, no como “naturales”, sino como producción histórica de modos deseantes, como la degradación de la vida erótica masculina destacada por Freud (“Sobre un tipo particular de elección de objeto en el hombre”, 1910): erótico con la prostituta, tierno con la mujer legítima. Y dos aspectos sobre los que dio luz Silvia Bleichmar (Paradojas de la sexualidad masculina, Paidós, 2006): la erotización por vía de la relación entre varones de diferentes generaciones, y la masculinización por vía de la pasivización al varón más grande, como parte de constitución de la masculinidad “hétero”. Por lo tanto, la necesidad ética de reformular la relación entre edipo y sexualidad masculina de dominio (Bleichmar S., La subjetividad en riesgo, Topía, 2005) mediante la incorporación de la interdicción del acceso a la sexualidad infantil como modo de interdicción del abuso sexual infantil.

Todo esto implica no considerar la organización edípica como garantizada de antemano estructural o psicogenéticamente; sacarla del “relato histórico” de la crianza en la familia nuclear. Y entender de un modo más complejo, no esencialista, la conformación de los deseos heterosexuales en sus formas históricas, pero no por eso menos reales, que derivaran o no en la constitución de las nuevas familias basadas en parejas hétero. Y empezar a pensar la constitución de modalidades deseantes por fuera del modelo hegemónico heteronormativo, hasta ahora necesario socialmente para garantizar la reproducción biológica de la especie humana.

Y aquí debemos ubicar uno de los desafíos que los estudios queer plantean a los estudios de género en el campo de la subjetividad: dejar de pensar lo hétero y lo homoerótico como discontinuos. A esta altura de los acontecimientos, no puede darse como indudable que la sexuación ubique a los sujetos, claramente y para siempre, de uno u otro lado de estas opciones sexuales. Por su parte, los estudios de género deberían insistir en que este viraje no debe conducir a invisibilizar el hecho de que las subjetividades sexuadas actuales aún se constituyen en el marco de las asimetrías de poder entre los géneros.

A modo de síntesis, el desafío principal es pensar, en simultáneo, cómo se constituyen los psiquismos con relación a la diversidad de las prácticas de sexualidad; las todavía asimétricas relaciones de poder entre los géneros; las relaciones entre los géneros que intentan fugar del paradigma patriarcal.

* Extractado del trabajo “El modelo familiar moderno y sus alternativas actuales. ¿Normalidad o normalización?”, incluido en La crisis del patriarcado, de Mabel Burin, Juan Carlos Volnovich, Irene Meler, Débora Tajer y César Hazaki (comp.), de reciente aparición (ed. Topía).