Carlos Skliar,  poeta y sociólogo
Carlos Skliar (Buenos Aires, 1960) hace en su obra una búsqueda frenética del instante. Y frente a la fugacidad del instante, se instala en su duración. El poeta y sociólogo argentino, que visitó ayer el Foro Auzolan, defiende la literatura realizada con pasión y a la vez con paciencia y hondura

Paula Echeverría – Miércoles, 22 de Mayo de 2013

Pamplona. Autor de libros de poesía, ensayos filosóficos y pedagógicos sobre la lectura, Skliar habló ayer en Pamplona de su última obra, No tienen prisa las palabras (Candaya). Un libro que reúne microrrelatos, apuntes de diario, estampas líricas, aforismos, pensamientos, poemas en prosa…, y que inaugura una trilogía cuyo segundo volumen, Hablar con desconocidos, está en marcha.

‘No tienen prisa las palabras’ es un libro escrito contra la indiferencia. ¿Es uno de los mayores males de nuestro tiempo, o de siempre?

No sé si de siempre, yo lo vengo advirtiendo últimamente con más particularidad y en lo que se refiere al acto de caminar, de atravesar una ciudad. Sí noto que volvemos invisible lo que está visible, nos quitamos de aquello que está en los costados del camino y que parece perturbarnos… Es como si la travesía por la ciudad fuera de punto a punto una travesía apenas útil, como si hoy el paseo fuera un sitio de afección y no un sitio de libertad y de expansión.

Y esas posibilidades que no llegan a ser vividas, nos las negamos sobre todo los adultos. El niño lo mira todo como si fuera por primera vez…

Sí, como planteaba Fernando Pessoa, se trata de intentar mirar como si fuera por primera vez, aunque sabemos que es imposible. El niño lo hace y por eso se queda atónito. Tan atolondrado como atónito. El adulto lo que puede es recuperar una parte de esa atmósfera, e intentar, aunque en eso se nos vaya la vida, ese mirar como por primera vez. Y mirar así es lo contrario del conocer, tal y como hoy se plantea el conocimiento científico, académico, institucional, político, en el que la razón ocupa el espacio, y en vez de mirar, lo que estás haciendo es reconocer e identificar lo que ya sabes. No hay sorpresa, por lo tanto no hay espacio, hay asfixia, hay ahogo, y hay prisa, mucha prisa.

Los niños precisamente disfrutan en la incomprensión del mundo, en el no saberlo y no controlarlo todo.

Yo creo que los niños se dan cuenta de algo que nosotros olvidamos, y es que el mundo es mucho más interesante que uno mismo. Me ha pasado con este libro: volver a darme cuenta de qué interesante, no qué bonito, sino qué interesante es el mundo. Y qué poco interesante es uno mismo cuando es la única referencia. De hecho, el libro no tiene en ningún momento una referencia muy clara al yo, a quién es y cómo es ese que camina y que ve… Escribo un poco dictado por el otro.

¿Entonces la mirada del niño y la del poeta son similares, o deben serlo?

Hay un mito con eso, que reúne la mirada del niño con la mirada del poeta, y yo creo que es solo mítico, que la poesía también desciende hacia los infiernos. Hay una marca de bondad, sin duda, entre el niño y el poeta. Pero también hay una lucidez que no permite acallar lo terrible, lo trágico. Si el niño lo logra con el cuidado de los demás, el poeta no puede. No puede renunciar a la tragedia, a lo dramático del mundo. No se puede quitar del mundo.

¿Contra qué debe rebelarse el poeta hoy?

Contra el olvido, contra un mundo que se cree pasado y del cual ya se ha hecho la necrológica. Contra el futuro perfecto, contra la vida fácil, contra las miradas unívocas, las miradas sucias, asesinas. Contra la palabra breve, que nace de un pacto previo con el lector de consumo rápido.

Según sostiene, el poeta es un viajero explorador. ¿Es un viajero sin guía ni mapa, sin rumbo fijo?

La figura del poeta viajero sería para mí lo contrario de la figura contemporánea del turista. Es decir, el trazado solo puede darse porque se encuentra con algo inesperado que lo toma de la mano y lo conduce a lugares inesperados. Ese caminar no tiene nada que ver con el del turista actual, que ya lo tiene todo organizado. El poeta que camina no sabe qué busca, pero busca. Y el turista sabe qué busca y no camina.

¿Y es un viajero sin prisa?

En mi caso sí, y me parece que es el único modo de oponerse a la urgencia del mundo. Muchos han encontrado en la escritura ese refugio, pero yo creo que hay que salir al mundo y buscarle su quietud, crearle la pausa. Que escribir pueda provocar un paréntesis en esa voracidad. Porque lo que hacemos es escuchar, y escuchar ya es una forma de paciencia. Escribir es al mismo tiempo una pasión por el mundo, pero con una cierta actitud de paciencia, de hondura, no tanto de llegar al punto.

Reconoce que escribe porque no comprende, que no es lo mismo que escribir para comprender…

Exactamente. Nunca comprendo, y la finalidad no es la comprensión. Si hubiera una finalidad, sería darle más contenido a la incomprensión. Es como intentar no agachar la cabeza, no encoger los hombros ante eso que no entiendo, sino permanecer en la incomprensión para conversar sobre ella y descubrir sus aristas.

¿Hay demasiada literatura acomodada, o en general demasiadas conversaciones acomodadas?

Por un lado creo que hay una inmensa literatura que ya proviene de otro lado, no de lo literario: la literatura periodística pero también televisiva, pero también culinaria, pero también cinematográfica… una literatura que viene de un extrarradio, y que es curiosamente la que más se consume. Quizá porque responde a la necesidad de antemano de darme lo que ya sé, lo que ya comprendo. Como si el lector lo que buscara fuera simplemente confirmar lo que ya sabe. Si esto lo extendemos hacia el campo de la conversación, es dramático, porque una conversación que solo busque confirmaciones, acaba con la conversación.

¿Qué han aprendido los argentinos de la crisis, qué debemos aprender nosotros de todo esto?

Lo que hemos aprendido es que hay que reaccionar, y que la reacción no proviene del poder enquistado en la política. La reacción proviene de un movimiento horizontal que es de rebelión y al mismo tiempo es de basta. El límite lo pone el pueblo anónimo. No es un debate económico o coyuntural, es un debate existencial. Y todavía no he visto aquí esas llamas que arden. Me llama la atención que con todo lo que ocurre, con tanta transformación mezquina, esto no arda de alguna manera. Y arder significa muchas cosas: arder por dentro, arder por fuera, arder existencialmente. Aquí la gente está buscando su modo de cobijarse, es una diferencia muy grande con lo que pasó en Argentina, donde la gente buscó incendiarse. No lo juzgo, solo me llama la atención.

¿Qué terreno le gustaría explorar con las palabras que no lo haya hecho?

Estoy con deseos de recuperar objetos perdidos, sensaciones perdidas. De juntarlos con sus acciones para dejarlos en la memoria. Será que me siento más viejo y que me da mucha rabia sentir que los objetos y sus sensaciones se están perdiendo. Y para eso estoy conversando mucho con mi padre, tratando de sostener su memoria, y releyendo el diario de mi abuela rusa que encontramos hace poco, donde ella practicaba su castellano. Voy a intentar hacer un viaje sobre esa mezcla de lo familiar y lo ajeno. Sobre lo que parece perdido y está presente.