Etapas de un pensamiento en formación
Sigmund Freud y la creación
Por Marcos Aguinis | LA NACION
Miércoles 13 de diciembre de 2000 | Publicado en edición impresa
El año 1907 fue fecundo para Sigmund Freud y no debe extrañarnos que su cierre haya sido una brillante conferencia sobre Der Dichter und das Phantasieren («El poeta y el fantaseo»). Hasta ese momento, los abordajes sobre el misterio de la creación artística eran superficiales y temerosos. Más que un campo por explorar, el tema parecía una fortaleza inexpugnable de la que ningún intruso salía ileso. El mérito de Freud consistió en abrir el pórtico de esa fortaleza y facilitar el tumultuoso ingreso en su fascinante interior.
En esa época, Sigmund Freud seguía aún condenado por lo que después llamaría su «espléndido aislamiento». Lo considero «el joven Freud» debido a que, a pesar de tener cincuenta años, acababa de despuntar su trascendencia y sólo un pequeño grupo de admiradores percibía su estatura intelectual. En 1907, había publicado su estudio sobre la Gradiva de Jensen, un artículo sobre los personajes psicopáticos en el escenario y había lanzado una revista sobre psicoanálisis aplicado. Estaba pues en vena para abordar los enigmas de la creatividad.
La helada noche del 6 de diciembre, el padre del psicoanálisis se dirigió entusiasmado desde su casa hacia la sala del editor y librero Hugo Heller. Heller se había obstinado poco antes en indagar un tema frívolo: conocer las preferencias literarias de 32 notables personalidades mediante una encuesta que luego publicó en un folleto que el poeta Hugo von Hoffmannsthal jerarquizó con una aguda introducción. Entre esas figuras estaba el resistido Freud junto a Hermann Bahr, August Forel, Thomas Masaryk, Hermann Hesse, Arthur Schnitzler y Jakob Wassermann.
La sala desbordaba de público y, según una leyenda no confirmada, uno de los noventa asistentes era otro coloso también desconocido por entonces: Franz Kafka. Al día siguiente, el diario Die Zeit publicó un comentario elogioso. Era la primera vez que se le dedicaba tanto espacio en esa Viena hostil.
¿Cómo abordó Freud el complejo tema de su conferencia? Su exposición osciló entre dos polos: un personaje, der Dichter (el poeta o, por extensión, el creador), y una actividad. Esa actividad era un proceso mental hasta entonces despreciado: el fantaseo.
La audiencia ignoraba los principios del psicoanálisis. Freud sorteó la dificultad poniéndose en el lugar de la platea: «los profanos sentimos desde siempre vivísima curiosidad por saber de dónde el poeta, personalidad singular, extrae sus temas
Y ésa era la opinión de Freud: que en todo ser humano se esconde un poeta así como cada hombre o mujer «normal» encubre a un neurótico… «¡Si al menos pudiéramos descubrir en nosotros o en nuestros pares una actividad de algún modo afín con el poetizar!», añadió. Propuso entonces que se buscasen en el niño los orígenes del quehacer literario. ¿En el niño? Pues sí: esa ruta le había permitido obtener una serie de hallazgos acerca de los neuróticos y también le facilitaría descubrir rasgos de los creadores.
Sin rodeos, señaló que la actividad preferida y más intensa de la infancia es el juego. Hoy esa afirmación parece una verdad de Perogrullo, pero hasta entonces, el juego infantil no era tema de interés así como no lo eran la sexualidad, los sueños, el chiste ni los actos fallidos. Freud señaló que el niño toma en serio su juego y lo impregna de afecto profundo. Para jugar, es necesario desprenderse de lo que se llama la «realidad concreta». «Lo opuesto al juego no es la seriedad, sino… la realidad», explicó. Esto no significa que, al jugar, el niño ignore la realidad, sino que la usa libremente para apuntalar objetos o situaciones producidas por la imaginación.
Tanto el niño como el creador literario -explicó Freud- coinciden en cinco características, a saber: crean un mundo imaginario, lo toman en serio, le inyectan afecto profundo, lo vigorizan con materiales de la realidad concreta y lo mantienen separado de esa realidad. El idioma alemán lo inspiró para trazar este paralelo, porque la palabra Spiel (juego) se aplica a numerosas actividades artísticas tales como ejecutar un instrumento musical, y también para designar al actor ( Schauspieler ) y algunos géneros ( Lustspiel , comedia; Trauerspiel , tragedia). Lo mismo ocurre en otros idiomas, pero no en español.
El adulto, por varias razones, no puede seguir jugando como un niño. ¿Renuncia entonces al juego que alegró sus primeros años? Freud aportó esa noche otra de las frases que se hicieron célebres: (los humanos) «no podemos renunciar a nada; no hacemos más que cambiar unas cosas por otras». El adulto no abandona la ganancia de placer obtenida con el juego de la infancia, sino que aplica un pequeño cambio: en vez de apuntalarse con materiales de la realidad concreta, los canjea por objetos imaginarios. En otras palabras, no «juega» ya como un niño, sino que «fantasea».
Para hacerse comprender, Freud explicó el carácter casi invisible del fantaseo, mucho menos fácil de observar que el juego de un niño. A diferencia del niño, el adulto se avergüenza de sus fantasías; tanto se avergüenza que, en lugar de comunicarlas, hasta prefiere sentirse culpable por ellas. Las inventa, desarrolla y cultiva como una de sus intimidades más guardadas. «Por eso mismo puede creerse el único que las forma», es decir, no sospecha su carácter universal. Pero, pese a la vergüenza y el encubrimiento que genera, la fantasía del adulto es la recta continuación del inocente juego infantil.
¿Cómo se pueden detectar las fantasías si no son visibles al observador y, peor aún, son ansiosamente escondidas por quienes las inventan? Por el tratamiento de los neuróticos -señaló Freud-. Y remató para sorpresa de su público: «De ese tratamiento, como dije, procede nuestro conocimiento actual, que nos ha llevado luego a la hipótesis, sólidamente fundada, de que nuestros enfermos no nos comunican cosa distinta de lo que pudiéramos descubrir en los sanos».
La gente se movió incómoda en sus sillas antes de recibir otra andanada: «Cada fantasía es la satisfacción de deseos; esto es, una rectificación de la dolorosa realidad». También el juego del niño está dirigido por deseos, en particular el deseo de ser grande, lo cual sirve para su desarrollo, porque se esfuerza en representar la vida y los actos de los mayores. En la infancia, por lo tanto, no hay razón para el ocultamiento. Pero en los adultos, las fantasías, herederas del juego infantil, ya son otra cosa. No son consideradas anodinas o encomiables. Del adulto no se espera que fantasee, menos aún que satisfaga en secreto deseos prohibidos, sino que actúe en el mundo real. Freud añadió que los deseos responden a dos categorías: la ambición y el erotismo. Por lo general fantasea el insatisfecho, para corregir su situación.
En esa conferencia, Freud explicó que en la fantasía se borran las fronteras del tiempo: pasado, presente y futuro se engarzan «como las cuentas de un collar» mediante el firme hilo del deseo, que aprovecha una ocasión del presente para resucitar algo del pasado y efectivizarlo en el futuro. Ilustró a su audiencia con un ejemplo trivial. «Supongan el caso de un joven pobre y huérfano, a quien le han dado la dirección de un empleador que acaso lo contrate. Por el camino quizás se abandone a un sueño diurno, nacido acorde con su situación. El contenido de esa fantasía puede ser que allí es recibido, le cae en gracia a su nuevo jefe, se vuelve indispensable para el negocio, lo aceptan en la familia del dueño, se casa con su encantadora hija, ya luego dirige el negocio, primero como copropietario y más tarde como heredero. Con esto el soñante ha sustituido lo que poseía en la dichosa niñez: la casa protectora, los amantes padres y los primeros objetos de su inclinación tierna. En este ejemplo ustedes ven -concluyó- cómo el deseo aprovecha una ocasión del presente para proyectarse un cuadro del futuro siguiendo un modelo del pasado.» Freud observó que, a menudo, en las fantasías pueden manifestarse también los estadios previos de muchos síntomas y es preciso escucharlas con cuidado.
Freud señaló algunas de las semejanzas y diferencias entre las fantasías y los sueños. Los sueños ocultan mejor los deseos conflictivos; mientras uno duerme, se ponen en movimiento los deseos y traumas intolerables. La fantasía, en cambio, es la más íntima y secreta de las creaciones de la mente en vigilia. En una fantasía hay siempre argumento, aunque sea elemental o reiterativo. Como otros fenómenos mentales, también es el resultado de una transacción: deforma la realidad para evitar el displacer. Toda fantasía exige una movida escenificación. Cambian los papeles de los actores, pero nunca falta el sujeto que la crea. Su potencia seductora reside en la capacidad de evitar las contradicciones. Como los sueños, las fantasías evitan colisionar con la temporalidad.
Hago un paréntesis para señalar que ocho siglos antes de Sigmund Freud, el agudo Tomás de Aquino también se ocupó, aunque brevemente, de las fantasías. El insigne teólogo las vinculó con el recuerdo. Fue una observación notable. Pero el psicoanálisis demostró que su acierto fue relativo: la fantasía suele vincularse con el recuerdo, pero puede también formarse para encubrirlo o deformarlo. Inclusive puede engañar con falsas evocaciones. En su libro El hombre de los lobos , unos veinte años después de la conferencia pronunciada en la sala del editor Hugo Heller, Freud aseguró que el análisis de los sueños en que el paciente desnudaba a su hermana y desgarraba sus ropas repetidamente no conducía a ningún lado, porque no revelaba ningún recuerdo: eran sólo fantasías encubridoras.
Ha llegado el momento de ver los conceptos que Freud dedicó en su conferencia al Dichter , es decir, el creador literario. Ya había escrito que, «ante el artista creativo el análisis, ¡ay!, debe deponer sus armas». Esto, sin embargo, no lo inhibía para seguir con sus exploraciones, pero sirvió para frenar las irresponsables psicobiografías y psicocríticas que poco después enfervorizaron a muchos de sus discípulos.
En el estilo franco que lo caracterizaba, Freud aseguró que «el artista es un introvertido próximo a la neurosis. Animado por impulsos y tendencias extraordinariamente enérgicos, quiere conquistar honores, poder, riqueza, gloria y amor. Pero le faltan los medios para procurarse esta satisfacción».
Esa noche de 1907 Freud se refirió a las diferencias entre un autor mediocre y otro genial. Ambos pueden recoger materiales y argumentos de la historia o de la realidad concreta, a los que obedecen en forma variada e impredecible (un ejemplo indiscutible sería Shakespeare) o recurrir a las fuentes de su mundo interno e «inventar» historias que parecieran no tener relación con hechos acontecidos. Los autores mediocres, sin embargo, no logran disimular su identificación con el héroe y la gratificación que el texto brinda a sus propios deseos; no consiguen apartarse del teatro privado, de su fantasía íntima. Sus trabajos son poco convincentes y no perduran.
El autor mediocre está muy cerca de un adulto cualquiera entregado al placer de sus sueños diurnos. Casi todas sus obras «tienen un héroe situado en el centro de interés y para quien el autor procura por todos los medios ganar nuestra simpatía; parece protegerlo, se diría, con una particular providencia. Si al terminar el capítulo de una novela he dejado al héroe desmayado, sangrante de graves heridas, estoy seguro de encontrarlo, al comienzo del siguiente, objeto de los mayores cuidados y en vías de restablecimiento; y si el primer tomo terminó con un naufragio, en medio de la tormenta, estoy seguro de leer, al comienzo del segundo tomo, sobre su maravilloso rescate, sin el cual la novela no habría podido continuar. El sentimiento de seguridad con el que yo acompaño al héroe a través de sus azarosas peripecias es el mismo con el que un héroe real se arroja al agua para rescatar a alguien que se ahoga, o se expone al fuego enemigo para tomar por asalto una batería. Opino que en esa marca reveladora que es la invulnerabilidad, se discierne sin trabajo… a Su Majestad el Yo, el héroe de todos los sueños diurnos».
Las llamadas «novelas psicológicas» de autores mediocres derivan, según Freud, de la habilidad que tiene el escritor para dividir su yo en varios yoes parciales, encarnados en los héroes que reflejan sus conflictos privados. Por lo general, describen desde dentro al personaje central, pero epidérmicamente a los restantes. El creador de genio, en cambio, construye un universo que parece desprendido de su propia persona, que suena original, verosímil, y genera en los lectores emoción intensa.
En cuanto a los autores que trabajan materiales ajenos, tampoco escapan a la regla. Los materiales son filtrados por la subjetividad intransferible del autor: nunca puede estar ausente la decisión «arbitraria» en la elección del material, las variaciones que el autor le imprime y la nueva forma que le da.
La pregunta que el cardenal Hipólito d´Este había formulado a Ludovico Ariosto estaba a punto de ser contestada. Las muchas historias del Orlando furioso y las que enriquecen la literatura universal, nacen en el interior profundo del autor, en su manantial de fantasías.
Es interesante destacar que Freud, en su último libro escrito treinta años después, volvió sobre el tema al preguntarse: «¿De dónde tomaron los griegos todo el material legendario de Homero, y de dónde los grandes dramaturgos áticos elaboraron sus inmortales obras maestras?» Respondió de esta forma: ese pueblo había vivenciado una prehistoria brillante, un florecimiento cultural que fue sepultado por una catástrofe. Fundamentó entonces su posición con los descubrimientos arqueológicos de la grandiosa civilización minoico-micénica que en la Grecia continental había llegado a su fin unos tres siglos antes de Homero. Ese pasado renacía bajo una motivación del presente y se proyectaba en obras que ocuparían el futuro. La misma norma, pues, valía tanto para las creaciones individuales como para las epopeyas colectivas.
Hacia el fin de su conferencia faltaba aún lo más sabroso. Freud preguntó cómo lograba el artista que sus fantasías, lejos de escandalizar o aburrir -como ocurriría con las fantasías privadas-, generasen placer. «He ahí su más íntimo secreto», contestó. Su arte. Pero agregó enseguida que el artista apela a dos clases de recursos. Por un lado, atempera su fantasía egoísta con encubrimientos hábiles, lo cual varía al infinito según cada caso; por el otro, soborna mediante la ganancia de placer que produce la belleza formal. Esta es una ganancia que abre el acceso a un placer mayor, y por eso Freud lo denominó placer preliminar, expresión que ya había acuñado en sus Tres ensayos de teoría sexual . Genera una descarga de tensiones, que es tanto más intensa cuanto más efectivo y conmovedor es el logro estético. El creador literario habilita a sus lectores para que gocen, sin remordimiento ni vergüenza, de escenarios, situaciones e historias a los que jamás se expondrían en la vida real. El creador «juega sus juegos ante nosotros». Es claro que no consigue levantar todas las resistencias de una vez, por eso sucesivas lecturas dejan emerger aspectos que antes no se veían con la misma claridad. Su genuino arcano reside precisamente en la capacidad de levantar censuras y de flexibilizar las resistencias del público.
Los aportes de Freud al tema de la creación artística no concluyeron en la conferencia de 1907. Pronto daría a luz una serie de trabajos sorprendentes sobre Leonardo de Vinci, el Moisés de Miguel Angel y el tema de los tres cofrecillos, de Shakespeare. Las consecuencias en el campo humanístico no se hicieron esperar. La crítica literaria, que yacía sometida al influjo decimonónico de Sainte-Beuve, no tardó en volverse contra Sainte-Beuve, quien había tenido la arrogancia de escribir «el crítico es sencillamente el hombre que sabe leer y enseña a leer a los demás». Pero Sainte-Beuve estaba supeditado a lo biográfico manifiesto. Marcel Proust, en cambio, más cerca de Freud, lo refutó en estos términos: «Un libro es el producto de otro yo, diferente del que manifestamos en nuestras costumbres, en la sociedad, o en nuestros vicios».
El interés del psicoanálisis por la literatura obtuvo reciprocidad en el interés de la literatura por los descubrimientos de la flamante disciplina. Las aliteraciones, asonancias, oposiciones de sentido, el hipérbaton, el oximoron, la hipálage y los neologismos cobraron otra importancia: se comprendió que el lenguaje tiene sus razones y que cada letra manifiesta o escamoteada implica una expresión y un desafío.
Desde el joven Freud en adelante, el psicoanálisis se ha esmerado por ser ciencia pero, debido al campo subjetivo en que trabaja, nunca deja a un lado la emoción, es decir, la poesía en sentido amplio. Pretende leer en la psique o en los productos de la cultura con frialdad objetiva, pero se involucra en ellos. Es como si un historiador buscase los datos «sin afecto» en una novela histórica como Salambó , y no se diese cuenta de que es imposible escapar a la seducción que ejerce el estilo de Flaubert.
Imaginemos ahora qué sucedió al cierre de la histórica disertación que evocamos en esta oportunidad. Hubo aplausos entusiastas, el redactor del diario Die Zeit guardó su libreta de apuntes, el editor Hugo Heller se dirigió hacia los invitados importantes y Franz Kafka, muy tímido, se escurrió hacia su hotel porque a la mañana siguiente debía regresar a las rutinas de Praga. Los pocos seguidores de Freud se miraron entre sí y felicitaron a quien reconocían como un maestro. Freud no tenía papeles para recoger, porque hablaba sin ayuda memoria. Pero sabía que antes de irse a la cama, en esa fría noche de la Viena imperial, pondría por escrito las ideas que acababa de formular. Después las pasó en limpio y mandó a publicar en Neue Revue , un órgano literario que acababa de fundarse en Berlín. De ese modo nos brindó el placer de poder revivir un momento trascendental en la historia de la cultura.