Entrevista a RICARDO RODULFO
Por Analía Roffo, de la Redacción de Clarín
Diario Clarín – Domingo 30 de julio de 2000
Hay datos recientes que hablan de la prolongación de la adolescencia. La OMS corrió el comienzo de la adultez de los 21 a los 25 años y hay estudios serios que dicen que el período empieza cada vez más temprano, incluso entre los 8 y los 9 años. ¿Es una buena o una mala noticia para el individuo y para la sociedad?
-Es potencialmente beneficiosa. Ya lo habían señalado biólogos como Bion: la especie humana, a diferencia de otros mamíferos, es más lenta en su maduración. Pero esa inmadurez no es un déficit, sino un beneficio, porque ensancha las posibilidades de aprendizaje. Hoy en día, lo que el ser humano debe aprender para manejarse en la vida es cada vez más complejo. También los estímulos que se reciben son múltiples y tempranos, por eso la pubertad (la antesala de la adolescencia) comienza antes. Es lógico entonces que la etapa se prolongue, porque ambos límites se han extendido.
¿Sólo hay beneficios?
-No. Porque también hay, desde los medios y desde otros discursos, una cierta presión para que los chicos se hagan adolescentes cuanto antes. Eso los lleva a que se aceleren los procesos y los chicos tengan vergüenza de jugar, por ejemplo, como si ésa ya no fuera una actividad legítima para ellos. Es que hay en nuestra cultura una idealización problemática de la velocidad. La velocidad puede ser algo muy apreciable cuando se trata de recibir un e-mail o de salvar una vida, pero se ha vuelto un valor indiscriminado. Crecer lleva su tiempo y no conviene apurar a nadie. Claro que hay que advertir cuándo esa prolongación es patológica.
¿Por ejemplo?
-En estos momentos, los adolescentes suelen hacer primero una carrera de grado y otra de posgrado. Esa larga capacitación tiende a prolongar la etapa y la dependencia respecto de los padres. A veces, esto genera patologías que tienen que ver con cierto atascamiento y con la imposibilidad de pasar fluidamente de un estadio a otro de los procesos creativos. El chico se enreda en una serie de indefiniciones y dependencias, que exigen ayuda terapéutica.
¿Usted no cree que un adolescente queda atascado hoy, básicamente, porque no consigue un buen trabajo en el que desarrollar sus aptitudes?
-Por supuesto, el desempleo es un obstáculo crucial. Pero no conviene creer que sólo él puede provocar conflictos en el desarrollo. A veces es el contexto el que muestra que no hay espacio para el joven, y a veces es el joven el que no ha hecho el proceso adecuado para insertarse en el trabajo. Porque el trabajar deriva del jugar, como también el aprender.
¿Cómo se produce esa especie de traducción?
-Una de las cuestiones fundamentales es cómo el adolescente tiene que hacer este trasvasamiento: Cosas que eran juego tiene que llevarlas a algo que se llame trabajo; incluido el placer del juego. Si algo del placer del juego no se traslada al campo del trabajo, el trabajo quedará siempre como algo más ligado a la obligación y a lo desagradable. Cuanto más lúdico es el trabajo, aun cuando requiera esfuerzo y tenga sus aspectos displacenteros, mejor es. Es bueno entonces que los adolescentes se entrenen en el trabajo, aunque sea mínimo. Hacer algo durante las vacaciones, ayudar al padre en el negocio, obtener una pequeña renta, administrar ese dinero son aprendizajes utilísimos. Son transiciones. No es que el chico esté ya trabajando, como el adulto, capturado en el mercado; está jugando a trabajar y eso lo ayuda a consolidar el proceso hacia la adultez.
Estamos hablando de la clase media y clase media alta, me parece.
-Por supuesto. Porque hay clases sociales donde, como en las culturas más añejas, se pasa de la niñez a la adultez sin anestesia y sin opciones. En esos casos, no sólo no hay adolescencia: tampoco hay niñez. No hablo de la clase media para tomarla como modelo o para desconocer las diferencias que este proceso tiene en otras clases -donde una chica de 15 ya es mamá o uno de 8 trabaja en la calle-, sino porque es donde más se puede apreciar lo nuevo.
Y donde se da de una manera más fluida el pasaje del juego al trabajo.
-No crea. Ese pasaje puede no ser armonioso y dar lugar a la aparición de síntomas preocupantes. El más frecuente es que el chico termine el secundario y no sepa qué hacer. Ni en cuanto a estudio, ni en cuanto a trabajo, ni en cuanto a nada.
La adultez, esa desilusión
¿Un problema de vocación?
-Más que eso. Una cosa es cuando alguien está indeciso entre dos opciones que le gustan. O con un conflicto entre lo que le gusta y los sueños de sus padres respecto de lo que debe ser él. Otra cosa es cuando alguien, a los 17 años, se siente vacío y nada le gusta: no hay nada que elegir. Es una situación muy frecuente, aun en jóvenes que no tienen ninguna problemática socioeconómica. Es una patología que tiene que ver con otras cuestiones. Los chicos quieren ser grandes, porque suponen que eso les dará acceso a la libertad, al poder, a la seguridad. Y pronto sufren un duro golpe, porque ahora los adultos esconden menos los costos que tiene la adultez. Eso expone a los chicos a las desilusiones y los fracasos de cualquier familia. El adolescente se da cuenta de que los grandes no eran tan grandes como él había soñado. Que apenas si son esto que se llama adultos. Es una desilusión durísima, que vuelve al adolescente muy inflexible y hasta cruel con algunos adultos que tiene cerca, porque no les perdona que no sean «grandes».
Pero ver a los adultos en su justa medida es un imprescindible baño de realidad.
-Sí, pero para muchos chicos, esta desilusión deriva en una terrible angustia, porque se sienten empujados a ese lugar de la adultez en la que la grandeza no es posible. A gatas si va a ser ese personaje que ve de treintipico, cuarentipico, corriendo de un lado para el otro, a veces muy descontento con su vida. Entonces, el adolescente clava los frenos, para que eso no le ocurra. Y eso deriva en el no querer elegir nada. Es como una fórmula mágica: si no elijo nada, si no hago nada, el tiempo no va a pasar y no voy a tener que confrontar con la realidad que me decepciona.
Insisto en que no me parece mal que el adulto se muestre tal cual es: puede prometer menos, tiene menos certezas…
-Claro que hay un efecto positivo en eso, en cuanto a la posibilidad de desacralizar a los adultos y aceptar que son seres humanos con claroscuros. Pero me preocupan los casos de atascamiento respecto del crecimiento que tienen que ver con la desilusión frente a las ofertas de la adultez.
Parece contradictorio: los adultos los desilusionan, pero cada vez tardan más en irse de la casa familiar.
-No sé si es tan contradictorio. Los chicos no se quedan en la casa familiar sólo por motivos económicos. Lo cierto es que uno ve cómo se las ingenian los que realmente quieren irse. Es probable que se queden los que se sienten demasiado expuestos a mensajes contradictorios y busquen permanecer en lugares protegidos. Vivimos una época de mensajes y mandatos poco homogéneos. El adolescente está, por una parte, compelido a aceptar la velocidad, como le decía antes. Debe crecer pronto, tener vida sexual pronto. Nadie lo censura por su sexualidad activa, sino por lo inverso. Por otro lado recibe mensajes casi nostálgicos sobre no descuidar la familia, aceptar valores tradicionales, no rechazar la protección ante un mundo adverso.
¿Para los padres es natural que un hijo de 23 o 24 años siga todavía en la casa familiar?
-Cada caso es distinto, pero en general les preocupa. A mí me preocupan los otros padres, los que malcrían a los adolescentes, evitándoles la exposición a situaciones de esfuerzo que son beneficiosas, porque los ayudan a crecer.
Uno escucha permanentemente a padres que no son malcriadores, pero que no saben qué hacer cuando su hijo, un estudiante avanzado, puede acceder sólo a trabajos precarios, muy mal pagos, para los que está claramente sobrecalifícado.
-Entiendo la angustia. Habría que preguntarse cuál es la mejor inversión: que se dediquen plenamente a una carrera o que, por esa necesidad de entrenarse en el trabajo, se presten a ser explotados, con un sueldo indigno y condiciones de trabajo de capitalismo salvaje. Insisto en la necesidad de mirar caso por caso. Diría entonces que hay que evaluar que si un chico tiene una entrega total a su estudio, es probable que no convenga distraer su energía hacia un empleo desfavorable, si la familia puede absorber ese costo. Pero en otros casos, si la motivación no es tanta, y uno puede sospechar que el adolescente se interna defensivamente en una carrera y tarda en terminarla para no salir a la calle, conviene impulsarlo para que trabaje, aun cuando la tarea sea poco grata y mal pagada. Le va a hacer tan bien eso como le pudo hacer bien de chico ir al jardín y tener que compartir con los compañeritos y ver que ahí no era el preferido.
¿Cuándo los padres debieran preocuparse ante la conducta de un hijo adolescente?
-Hay adolescentes que, con todos los problemas que puedan tener se hacen su espacio para ser protagonistas de su vida. Hasta para cometer sus propias equivocaciones. Y hay otros adolescentes que han renunciado de antemano a tomar la conducción de su vida. Ahí debemos empezar a alarmamos. Porque tomar el timón no quiere decir que uno va a llegar siempre a buen puerto, pero cuando uno tiene el timón, tiene la chance. Cuando el adolescente delega todo en los padres, en los grupos de pares o en quien fuere esa conducción, aunque no tenga otros grandes síntomas, ese solo debe parecemos grave.
¿La apatía entonces es señal de alarma?
-La ausencia de pasión es señal de alarma. Puede haber un adolescente medio vago, que se va en unas cuantas materias. Si un padre ve que su hijo es así, pero que tiene una o dos pasiones muy fuertes -aunque no sean las de los padres, porque no tiene por qué repetirlas-, debe acompañarlo, ocuparse de consultar por las dificultades si le parece que el chico se atasca, pero no alarmarse. Hay que preocuparse si el chico no aparece conectado con nada de su entorno, aburrido siempre y sin ninguna pasión.
¿La sociedad no es responsable de esa apatía? Un país que registra su mayor índice de desempleo entre los chicos de 15 a 19 años no parece tener demasiado lugar para los adolescentes.
-Todos los adultos tenemos una parte de responsabilidad. Pero también los chicos la tienen. Porque no son objetos pasivos. Si de todo somos responsables nosotros, creamos títeres. Si tenemos que esperar que cambie la Argentina para que Nicolás o Paula encuentren su destino, estamos perdidos. La sociedad va a seguir disparando sus crueldades y sus mensajes contradictorios, y con toda esa realidad los adolescentes tienen que construir su vida.
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Por Analía Roffo, de la Redacción de Clarín
Diario Clarín – Domingo 30 de julio de 2000