Por ENRIQUE ORCHANSKI
Es posible observar importantes cambios en la crianza infantil en las últimas décadas.
Las instituciones que tradicionalmente sustentaban la construcción de subjetividades (familia, escuela, Estado, religión) parecen hoy “desfondadas”, al decir de Ignacio Lewkowicz (Pedagogía del aburrido, 2004). Conservan las formas, pero muestran fuertes cuestionamientos a sus autoridades.
En ese contexto, los vínculos entre adultos y niños fluctúan con las circunstancias y obligan a una permanente y agotadora redefinición de roles.
La modernidad consumista no desaprovechó esta coyuntura y desde hace tiempo propone a los niños como los nuevos y activos consumidores.
Inexorablemente, y emulando a los adultos, los chicos dejan de ser ellos para ser lo que tienen.
Descarnado, el filósofo italiano Giorgio Agamben describe que “el hombre moderno vuelve a su casa extenuado por un fárrago de acontecimientos –divertidos o tediosos, insólitos o comunes, atroces o placenteros– sin que ninguno se haya convertido en experiencia”.
Coincide el psicoanalista Juan Vasen, al señalar que la vida de muchos niños transcurre por lugares repetidos y con rutinas de cada edad que producen vivencias pero no experiencias.
Las pocas pausas que quedan en sus ajetreados días no se destinan al descanso (que funcionarían como infalibles reparaciones físicas y emocionales). Por el contrario, están llenas de entretenimiento ocioso que termina postergando los objetivos excluyentes de los primeros años: jugar y aprender.
Estrategias de cambio
Si la palabra experiencia nombra aquello que en la vida de una persona produce cambios, adaptaciones y maduraciones, la niñez es el territorio más propicio para asimilarla.
Por ello se requiere de decisiones que identifiquen a la cultura del mercadeo banal como una trampa. Para evitar ser víctima, es necesario protagonismo, creatividad, imaginación sin límites, juegos inventados.
Es verdad: no resulta sencillo para muchos padres resolver el dilema de recuperar actividades no asociadas al consumo.
La socióloga Arlie Russell Hochschild lo denomina “daños colaterales”, al afirmar: “Expuestos a un continuo bombardeo publicitario, (los padres) son persuadidos de ‘necesitar’ más cosas. Para ello requieren dinero. Por lo tanto, trabajan más horas. Al estar fuera de su casa durante tanto tiempo, compensan con regalos. Materializan el amor. Y así se repite el ciclo”.
Desde el ámbito de la salud, un sinnúmero de síntomas confirman el impacto: frustraciones, enojos, actitudes desafiantes y esa creciente voracidad por pantallas que llenen sus “vacíos”.
¿Existen posibilidades de intervención? Muchas, en tanto cada quien se reconozca parte de la emboscada tendida por quienes lucran con los chicos.
Recuperar el juego infantil es un comienzo; pero el juego activo.
Jugar con objetos que no son nada –y a la vez todo– estimula tanto inteligencia como emocionalidad. Conmueve ver a chicos descartar el regalo para jugar con el envase. Una caja de cartón es, para ellos, la exploración infinita.
Los deportes y la música son imprescindibles, en tanto los ubiquen como protagonistas y no meros espectadores de otros que bailan, cantan o hacen goles.
La convivencia con animales también devuelve infancias autónomas. Nada como una mascota para recuperar piedad y protección, sentimientos que la tecnología parece estar atrofiando. Miles de pequeños lectores confirman que la lectura, aun en tiempos de imperio audiovisual, atrapa y enamora. Estas son algunas experiencias que podrían redefinir a niños a partir de sustraerlos de la pasividad. Y con ello, permitir que descubran en verdad quiénes son.
Porque sin autoría, las infancias corren peligro de reducirse a golosinas, videojuegos y letanías de fastidio.