PSICOLOGIA › LA INFANCIA Y SU INTERLOCUTOR
Para el autor, la infancia es ante todo un modo de hablar, que se caracteriza por preguntar. Lo que preguntan los “por qué” es cuál es el deseo del adulto al que el niño se dirige. Y, para un niño, la pérdida de un adulto que le había hecho lugar en su deseo, al cual ese chico realmente le hacía falta, puede ser “devastadora”.
Por Luciano Lutereau *
Podría decirse que la infancia es un modo de hablar: más allá de cualquier precisión cronológica, la posición infantil se caracteriza por un modo particular de relación con el Otro, que es la pregunta. Así lo afirmó Lacan, por ejemplo, en el Seminario 11: “Los ‘por qué’ del niño no surgen de una avidez por la razón de las cosas: más bien constituyen una puesta a prueba del adulto, un ‘¿por qué me dices eso?’ (…) es el enigma del deseo del adulto”.
Esto se verifica en lo difícil que es desdecirse con un niño. Ellos mismos suelen inquietarse al respecto: “Pero vos me prometiste…”; el decir toma incluso el estatuto de un acto, como en la promesa. Y esto también se verifica, mucho más, en una situación que casi todos hemos vivido alguna vez: encontramos a un niño en la calle, entusiasmado con algún juguete, nos acercamos, le tocamos la cabeza y preguntamos: “¿Cómo te llamás? ¿A qué estás jugando?” Imaginemos por un momento que alguien se acercara a nosotros en la calle, nos tocara y preguntara: “¿Qué estás leyendo?” Nuestra respuesta sería seguramente la de un rechazo radical. Sin embargo, los niños no rechazan al Otro, sino que de forma más o menos inmediata se instalan en una conversación animada, y, de hecho, cuando un niño es retraído o tímido produce algún tipo de preocupación. En última instancia, es a los niños a quienes se les dice “¡No hables con extraños!” ¿Cómo entender esta apertura espontánea de los niños a los desconocidos? Erik Porge propuso que en los niños hay un hablar que no es a nadie en particular, sino al Otro por sí mismo, cuya función el adulto puede encarnar como interlocutor si se presta a ser un “buen entendedor”.
Y esta última indicación permite ubicar una forma de responder al modo de hablar de los niños. Pienso, por ejemplo, en el caso de un niño que, luego de que le propusiera dejar de jugar por ese día para concluir la sesión, me dijera: “Pelotudo”. Frente a mi sorpresa ante el insulto, agregó: “Es la primera vez que digo una mala palabra”. En este punto, el insulto valía como don o regalo al analista. Un educador, o bien cualquier figura del Otro que hiciera consistir un saber propio, habría reprendido al niño: “Decir malas palabras no es correcto”.
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En sentido estricto, lo infantil no es más que un modo de hablar que se verifica en la pregunta por el deseo del Otro. Esto es algo que se comprueba en diversas situaciones corrientes. Todos hemos pasado por la circunstancia de que a un niño se le haga un regalo menor (un libro) y que, al verlo, otro, que había sido obsequiado con un bien preciado (un metegol) se ponga a llorar. He aquí la demostración de que los niños viven en un mundo de objetos inútiles –también se ha visto que desestiman los más imponentes y costosos por la rama de un árbol o un viejo muñeco–; o, mejor dicho, que para ellos los objetos valen en función de los deseos en que se sostienen. De ahí que, en la situación descripta, la forma habitual que tienen los adultos para responder a ese llanto del niño sea mediante un ardid (algo histerizante): “Bueno, si no querés ese metegol, me lo quedo yo”. Y así es como el niño puede volver a interesarse por ese objeto que había dejado caer.
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El sentido estricto de la experiencia edípica se resume en una pasión imaginaria: los celos: la capacidad del niño de sentirse excluido respecto del amor del Otro. He aquí el sentido profundo de ese fantasma que Freud delimitó en su texto “Pegan a un niño” (1919). En ese fantasma –donde se pega a un niño–, el Otro entrega un sustituto de su amor: la autoridad. De este modo podríamos ubicar niños que se sitúan respecto de la función de la autoridad, aunque hoy en día la clínica nos presenta el caso de niños que, a diferencia de los clásicos “problemas escolares” (inhibiciones intelectuales, etcétera), trastornan el dispositivo de aprendizaje a través de la conducta: chicos que pegan y se desacatan frente al Otro.
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En el motivo de una consulta al analista puede ubicarse la destitución de la autoridad del Otro. En un apartado anterior, nos remitimos al texto de E. Porge, en el que se menciona ese hablar del niño al Otro por sí mismo, cuya función el adulto puede encarnar como interlocutor. Eventualmente puede ocurrir con los padres algo por lo cual esta posición fracasa y, entonces, los padres ya no saben qué hacer: han quedado privados del saber que antes poseían para interpretar las conductas de sus hijos. Ahora es el niño quien posee un saber reprimido desde el cual desafía a los adultos. “Me lo hace a propósito”, suelen decir los padres. “En la casa de los amigos hace todo bien (come sin remilgos, se baña sin reparos, duerme como un ángel), pero llega a casa y pasa lo mismo de siempre…”
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Un analista no enseña a ser mejores padres. En todo caso, puede colaborar para que éstos puedan tener una relación menos sufriente con la respuesta sintomática de sus hijos. Suele ocurrir que éstos puedan interpelar a sus progenitores. No pocas veces en el tratamiento de adultos suele ocurrir que los mejores interpretadores sean los hijos. Después de todo, desde la antigüedad es sabido que los niños y los locos son quienes dicen la verdad…
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¿Cuántas veces un analista hace la lectura de un caso en función de si el padre está presente o no, si el niño aún duerme con sus padres, etcétera? Por esta vía, la función del psicoanalista queda degradada a la de un policía de la familia.
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No conviene que atienda niños quien no pueda resistir no ser amado por ellos. Soportar el desamor de un niño no es algo sencillo. Y el correlato de esta afirmación es la siguiente: el analista no ocupa el lugar de una madre. Es ésta la que puede enarbolar un amor incondicional. Por lo demás, es sabido el carácter superyoico que suele asumir la posición materna en la infancia: “Sólo quiero que seas feliz….” ¡Nada menos!
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Para un niño, situarse respecto del amor es hacerlo en tanto amado. En esta identificación con la imagen que el Otro provee radica la coyuntura que Lacan llamó “pavoneo” (del niño con su madre), y que tiene una importante consecuencia: el narcisismo de los niños, la identificación fálica, se lee en el discurso de los padres; no se trata de hechos objetivos que se aíslen perceptivamente (por ejemplo, en los arrumacos entre padres e hijos), sino de hechos de lenguaje, que se disciernen en la necesidad que los padres tienen de ubicar un destinatario que certifique los actos de su hijo (“Aprendió a caminar”, “Dejó el pañal”, “Obtuvo tal o cual nota”).
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Si los niños se orientan tan fuertemente en función del deseo del Otro, entonces cabría admitir que no aman. Dicho de otro modo, no establecen relaciones de objeto en sentido estricto –sostenidas en una posición fantasmática de cierta fijeza, que suele sellarse en la bisagra de la adolescencia a partir de algún encuentro con la castración–.
Esto puede advertirse con relación a los duelos en la infancia. Suele ocurrir que los padres consulten a un analista por el temor de que su hijo se resienta ante un cambio de colegio o una mudanza. Y, sin embargo, realizado el cambio quedan sorprendidos porque no hubo consecuencias significativas. Incluso puede ocurrir que consulten por eso: “No es normal, algo le debe estar pasando pero no lo expresa”, dicen, como si un niño debiera ser una superficie de reflejo inmediato.
Y a veces son los padres quienes delegan en los hijos una incapacidad relativa para desprenderse de cierta costumbre o comodidad. Recuerdo el caso de una madre acongojada por el efecto que produciría en los niños tener que vender, luego de la separación de su marido, la casa en que vivían: no fue necesario mucho más que indicarle su propia dificultad para terminar de aceptar una consecuencia de su divorcio.
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El duelo en los niños tiene una acepción específica. Si, de acuerdo con Freud, el trabajo del duelo implica la sustitución de una relación de objeto, los niños no atraviesan este tipo de experiencias. De ahí que muchas veces frente a la muerte de un amigo de la familia o un familiar no muy cercano, los niños no expresen más que unas pocas preguntas (“¿Estaba enfermo?”, “¿Ya no lo vamos a ver más?”) o una conclusión ligera (“Sabía que iba a pasar”).
No obstante, otras veces ocurre que la desaparición de ciertas personas produzca un efecto devastador. Esto se explica a partir de que, como hemos dicho, los niños establecen su relación con el deseo del Otro: Lacan, en el Seminario 10, afirma que sólo se hace un duelo por aquel para quien encarnamos su falta. Y la identificación regresiva con el deseo perdido puede ocasionar las más severas inhibiciones: por ejemplo, en el caso de un niño que había asumido rasgos propios de su abuelo fallecido como un modo de testimoniar la presencia del deseo que tan fuertemente lo había marcado.
* Texto extractado del libro ¿Quién teme a lo infantil? La formación del analista en la clínica con niños, escrito en coautoría con Pablo Peusner.