Soraya Sáez*

«Educad a los niños. Educadlos en la tolerancia, en la solidaridad. Transmitirle lo más importante que tenemos: la herencia cultural»
Aldecoa, Josefina (1997)

[1]

 

Cuando no perteneces a este mundo, no ves más allá. Ni tan siquiera tratas de hacerlo porque tu propia situación es lo suficientemente apabullante como para planteártelo.  ¿A qué mundo?

A cualquiera que no sea el tuyo. La complejidad del ser humano desemboca en la formación de un compendio de características, de situaciones, de experiencias propias, de relaciones… un compendio que nos hace únicos e irremplazables. Todos tenemos el nuestro. Personal y privado. Accesible unas veces, todo lo contrario otras. Mostramos de él lo que queremos; ven de él lo que quieren ver. Pero nuestro.

Es aquí donde algunos problemas encuentran su residencia. Vienen dados por la falta de conocimiento de la existencia de los demás mundos, o la falta de interés en conocerlos. Pero están ahí. No obstante, en el camino de ese conocimiento, hay hilos y encantamientos. Hechizos sociales difícilmente controlables que impiden, dificultan, y/o entorpecen la travesía por el mismo:

Discriminación. Estereotipo. Prejuicio. La actitud. Es cierto, casi todo es susceptible de ser un objeto actitudinal porque casi todo es susceptible de ser valorado. Es complejo, sí. Y por ello, algo que nos puede ayudar a entenderlo es un modelo tripartito que trata de desgranar las bases de las actitudes en conductas, cogniciones y emociones. Es un estímulo a la autorreflexión: ¿por qué nos dejamos encantar? Al menos este modelo nos ayuda a explicar y a intentar entender nuestros comportamientos sobre las personas: porque en todos nosotros se producen conductas, tanto positivas como negativas, de la actitud que tenemos hacia las personas. Porque sí, todos discriminamos. En todos nosotros confluyen emociones de las actitudes que tenemos. Porque sí, en todos hay lugar para el prejuicio. Pero, además, toda actitud tiene también un parte cognitiva que no se puede obviar: el estereotipo.

Todo esto es algo que forma parte de todos. Acepciones positivas, negativas… Tendemos, quizá, a escandalizarnos: “No, yo no tengo prejuicios”. Pero todos estamos hechizados. Es inevitable, y debemos ser conscientes de eso.  Porque cuando tenemos un actitud hacia alguien o hacia algo, favorable o desfavorable, están entrando en juego esos tres componentes.

Si veo a una joven bien vestida, con su carpeta y sus gafas, es muy posible que piense que se trata de una chica “normal”, de clase media quizá, estudiosa y responsable. Me daría buena impresión y tendría una actitud positiva hacia ella. Pero, en todo caso, lo que estoy haciendo son inferencias. No tengo información suficiente y trato de buscar una explicación en función de la poca información que tengo. Sí, es uno de esos encantamientos que puede hacer que nos confundamos, o no, pero necesarios al fin y al cabo. Necesarios porque nos ahorra esfuerzo y energía. Necesarios para la toma de decisiones. En definitiva, cuando no conocemos a alguien, cuando algo no es relevante para nosotros, no hacemos ese esfuerzo cognitivo y nos dejamos llevar por estereotipos, porque necesitamos categorizar atribuyendo características a algo o a alguien, corriendo el riesgo de cometer errores a la hora de asignarlas.

 

Por eso, la pertenencia social de una persona a una categoría social (por la cual se le va a juzgar), debería ser el fruto de un equilibro entre su adaptación a las normas sociales, y la adaptación de estas normas a las necesidades de todos los individuos. Porque si entendemos las normas sociales como “las leyes, costumbres, usos que guían la conducta de los seres humanos y que facilitan la comunicación y relaciones interpersonales[2] Moreno (2001), necesariamente la responsabilidad de la adaptación del individuo debe ser compartida y no exclusiva.

Esto se debe a que esas leyes evolucionan y, con ellas, los individuos. O así debería ser. Porque si no, si esas normas no responden a las necesidades de los individuos, y ellos así lo denuncian, nos encontramos ante una situación de inadaptación social que “parte de una situación conflictiva más o menos permanente entre el individuo y el entorno social, determinada por la interacción de esa persona con la situación económica, social, escolar, personal, etc.”[3] Moreno (2001)

 

Marginación Social

Entonces, cuando se producen relaciones inadecuadas entre el individuo y el entorno, cuando estas situaciones son de larga duración y producen desequilibrios entre lo que pensamos de nosotros mismos y nuestras experiencias vitales… cuando encontramos dificultades para vivir en sociedad, nos encontramos ante conflictos tanto individuales como grupales que nos ocasionan daños difíciles de entender por las causas que los producen.

¿Se me considera menos por tener menos dinero? ¿Se me considera menos por vestir de una determinada manera? ¿Diferente? ¿A qué? ¿A quiénes? ¿Es eso suficiente para atribuirme unas características que me limiten a la hora de acceder a oportunidades, por ejemplo, laborales? ¿Y personales? ¿Mi color de piel es motivo suficiente para que me insulten? ¿Por qué? ¿Por qué se llegan a situaciones de marginación social?

Sí. También es difícil responder a todo esto. Es incluso difícil responder a qué se entiende por ello, porque podemos encontrar tantas definiciones como autores quieran definirla. En este sentido, me encamino más hacia la idea de relacionarla con la ausencia del bienestar social o, al menos, en la deficiencia del mismo, siendo la antesala que respondería a todas esas cuestiones planteadas anteriormente.

Sin un nivel económico que cubra necesidades básicas, sin un nivel educativo que nos incluya de por sí en sociedad, sin una situación laboral adecuada, sin vivienda digna, sin un estado de salud adecuado para un desarrollo vital satisfactorio a las exigencias sociales… sin un nivel de integración adecuado tanto personal como familiar y social… Estamos ante situaciones de malestar social que traerán consigo esa situación de marginalidad. Claro, desde el punto de vista de una persona que se encuentre en esta situación, se tenderá a la culpabilidad de la sociedad, y viceversa.

Esto es interesante. El endogrupo y el exogrupo y los hechizos que encantan las relaciones existentes entre ambos. Ver las teorías que hablan sobre ellos es sorprendente debido a lo cercano que nos resultan sus enunciados. Cuando esos estereotipos hacen que nos equivoquemos a la hora de asumir que los exogrupos son como nosotros (como endogrupo) creemos que son. Es lo que comentaba sobre las categorías. Cuando categorizamos, asumimos que todas aquellas personas que se incluyen dentro de una misma categoría, son iguales, y obviamos las diferencias individuales. Por lo tanto, no es de extrañar que se produzcan conflictos entre ellos, y en los que la tendencia sea la de proteger al endogrupo en medio de esa competencia.

Partiendo de esta base, no deja de sorprenderme lo normal que nos parecen iniciativas que tratan de minimizar estas diferencias. O de integración mutua de grupos. Iniciativas en las que no hay cabida para la discriminación, para el racismo, o la infravaloración de los sujetos. Iniciativas que no tratan de exaltar una dominancia cultural. Simplemente, creo que estamos ante la incursión en exogrupos, marginales quizá, a fin de sentar unas bases que les ayuden a la superación vital sin pretender modificar sus “raíces madre”.

No considero que esas iniciativas educativas llevadas a cabo en diferentes situaciones en relación a la exclusión social, tengan como objetivo oculto una especie de aculturación psicológica del grupo al que van destinadas. Creo que son iniciativas necesarias en pos de la integración al intentar que se establezcan buenas relaciones con la sociedad de acogida manteniendo las costumbres propias.

Claro, que es cierto que ante estas situaciones se crean ciertos dilemas sobre hasta qué punto puede merecer la pena mantener y desarrollar en la sociedad de acogida las tradiciones y costumbres culturales propias, o la importancia del establecimiento de relaciones entre ambas culturas. Inmigrantes, gitanos, gente que vive en situaciones precarias o en zonas de riesgo… Al ir nombrándolos, a todos se nos aparecen imágenes, características, ideas que les atribuimos. ¿Rechazo? ¿Temor? ¿Lástima y compasión? ¿Indiferencia? ¿Neutralidad? 

No importa la que sea. Cualquiera evidenciaría una necesidad. La de la inclusión en esos grupos. Conocerlos. Saber cuál es la situación en la que se encuentran, y por qué. Qué opinan ellos. Qué creen que necesitan y cómo podrían obtenerlo. ¿Podemos hacer algo nosotros desde nuestra posición como cultura dominante? ¿Podemos hacer algo desde una posición endogrupal?

Experimentos educativos revisados me demuestran que son útiles. Que son iniciativas que, para alcanzar efectividad, o al menos una mayor, deberían ser prolongadas en el tiempo. Pero que, pese a todo, ofrecen análisis y evaluaciones que abren o mantienen el camino hacia la limitación de desigualdades educativas. Esto es importante, ya que ninguna fuente de información puede ser considerada como fracaso si se asume que su eficacia no es del 100%. Puede que no a todos, puede que no a corto plazo, pero toda iniciativa seguro que es efectiva para algún destinatario.

Y es que, al fin y al cabo, no hay mundos incompatibles sino conjuros anti-hechizos inútiles. Porque no se trata de mirar hacia otro lado. No se trata de ser sutiles con nuestras creencias diferenciales sobre los exogrupos. Se trata de aceptar la diferencia en lugar de la creencia de la supremacía. Se trata de asumir situaciones propias y ajenas. Se trata de convivencia y altruismo. De ayuda, colaboración y solidaridad. De creer que granito a granito se puede construir un castillo de arena. Uno de verdad. Sin hechizos.

 *Maestra Especialista en Educación Musical por Universidad de Alcalá (UAH),Licenciada en Psicopedagogía y Máster Oficial en Psicopedagogía por la misma Universidad.

 


[1] Aldecoa, J. La Fuerza del Destino (1997) Ed. Anagrama. Madrid.

[2] Moreno, P. (2001) Psicología de la Marginación Social. Concepto, ámbitos y actuaciones. (Pág. 68) Málaga: Ediciones Aljibe.

[3] Ibídem. (Pág. 69)