Sobre el viejo y superado discurso de la ciencia omnipotente, que ahora reaparece con nuevos formatos
Freud advirtió con claridad que su formación de médico y neurólogo le era insuficiente para analizar los casos de histeria que empezó a atender hacia la última década del siglo XIX. El problema de histéricas e histéricos —que en algunos casos alcanza síntomas fuertes como momentáneas cegueras o parálisis— aparecía como cuestión de simbología inconsciente, no referida a sinapsis neuronales o ubicación fisiológica en el cerebro.
Así, el psicoanálisis surgió no en continuidad con el trabajo médico, sino en ruptura con el mismo. Y la cura de la histeria no tuvo la más remota relación con modificaciones en el plano neuronal: la «abreacción» o «catarsis» por la cual el o la paciente recordaban el material inconsciente reprimido, surgían de la posibilidad de llevar a la conciencia aquello que se reprimía. Y los medios para esa aparición del material reprimido en la conciencia, se daban todos en el plano del lenguaje y de la interpretación.
Fue así la superación de la reducción por la cual se suponía que el conjunto de los problemas psíquicos podía ser comprendido y resuelto en el plano de la anatomía y la fisiología cerebrales. Que lo psíquico aloje sus funciones centrales en el sistema nervioso, no significa que sea éste el que explique los aspectos simbólicos que están en juego en la voluntad, los afectos, las depresiones o los síntomas psíquicos en general.
Creer que lo cerebral explica, por ejemplo, el amor, es pensar que los cambios químicos que se originan en relación con la significación amorosa que otra persona nos despierta, son —paradojalmente— la causa de dicha significación. De tal manera, aprender la difícil estrategia de una relación de pareja bien lograda (lo cual es siempre sumamente difícil) podría ser cuestión de aprender a activar alguna parte del cerebro adecuada, lo cual es sin dudas una simplificación burda e inadmisible.
Esta versión supone al sujeto como capaz de manejar sus afectos de un modo impropio para lo que es el sujeto humano, quien por cierto puede manejar en parte sus afectos, pero con el costo enorme de desconocer los efectos de dicho manejo (por ejemplo, puedo asumir que es mejor nunca llorar cuando estoy triste y lograrlo, pero no podré dominar los efectos depresivos que luego se me manifestarán —muy probablemente— por ello).
Freud mismo se obligó a sostener su llamada «Metapsicología» en relación con las causas inconscientes de determinados síntomas, pues dichas causas estaban lejos de poder ser aprehendidas en una observación directa, y obligaban a asociaciones simbólicas donde se establecían cadenas de significación inaccesibles a cualquier otro dato que no fuera la asociación inconsciente del analizante (como luego lo llamó Lacan).
A pesar de ello, Freud mantuvo la esperanza —por cierto que luego revelada vana— de que en algún momento sería posible reducir a la fisiología los fenómenos simbólicos que él había detectado. Pero nada de ello ha ocurrido, en nada las actuales neurociencias han colaborado a ello, y por cierto que poco ayuda a mejorar la condición de un paciente la sola apelación a excitantes o inhibidores de funciones cerebrales, si ello no está ligado a una principal y decisiva labor en el plano del lenguaje y la significación que los hechos de su vida tienen para el paciente.
La subjetividad no es una trama misteriosa que no pudiera —al menos parcialmente— comprenderse, pues está compuesta de simbologías objetivamente determinadas, de significados socialmente asignados a cosas y hechos. Todo eso se juega en el plano de la interpretación y el lenguaje, y no es reductible a la empiria neurológica.
Las neurociencias hoy nada pueden decir de las complejidades que marcan la crisis de la subjetividad con la conciencia sobreestimulada y descentrada del presente. Mucho hay que revisar sobre cómo está hoy el sujeto, pero en ello colabora más la teoría sociológica sobre «afectos líquidos» y su relación con el psicoanálisis, que algunas acciones de cuasi-autoayuda que han empezado a co-ligarse sospechosamente con las neurociencias.
No es casual que un conocido representante argentino de las neurociencias hoy se subiera al cómodo carro del éxito; súbito llenador de estadios para hacer charlatanería de consejos varios con parecido estilo a los pastores evangélicos, inesperado asesor y funcionario del gobierno PRO, ese que es privatista, hambreador y portador de evidente doble discurso (uno de los principales factores productores de enfermedad psíquica, como bien se sabe en clínica desde hace años).
A muchos sorprenderá la relación estrecha entre empirismo objetivista y verborragia de autoayuda: nada tiene de raro, sin embargo. El fetichismo del dato observacional y el apego al cerebro no pueden dar cuenta objetiva de cuestiones como el lenguaje, los símbolos o la interpretación. Por ello, para los «objetivistas» la subjetividad cae fácilmente hacia el campo de lo inexplicado, del irracionalismo. De allí a la charlatanería apta para llenar estadios, ninguna distancia.
La ciencia no es popular, no llena estadios. Puede ayudar mucho a la población, pero no haciendo consejerías de ocasión. Y está preocupada por la subjetividad contemporánea, no por establecer sus improbables enclaves cerebrales. Porque no se trata de caer bien a las masas ansiosas de algún sentido dándoles aspirinas momentáneas, sino de asumir aquello que bien decía Freud: el psicoanálisis es quirúrgico, nunca cosmético. Y en esta época de cosmética generalizada, las neurociencias son el nuevo formato del viejísimo y superado discurso de la ciencia observacionalista y omnipotente, no otra cosa que un empaquetado revival arcaizante.