CESAR MEREA, PSICOANALISTA
Fabián Bosoer
Clarín– Domingo 8 de Enero de 2006

Se suele decir que los argentinos somos muy «familieros». ¿Cuánto ayudaron los lazos familiares a sobrellevar las crisis, trastornos y transformaciones vividas por la sociedad argentina?

—Es cierto que hay un mito y un ideal de la familia argentina, aunque, en realidad, la familia nunca fue un lugar sosegado, siempre contuvo conflictos. Lo que provocó la crisis es que de manera traumática cayeran también esos estereotipos y estructuras rígidas que habían cumplido un papel tan fundamental en el desarrollo inicial y la socialización temprana de los hijos. Por otro lado, el hecho de que la sociedad se presentara como un lugar inhóspito o agresivo motivó en muchos casos que la familia volviera a ser un cobijo, una zona de protección. Aunque en otros casos motivó también que las personas buscaran, a través de los lazos solidarios, producir cambios.

¿Cuánto influyó que los jóvenes se quedaran viviendo más tiempo junto a sus padres, o que las madres salieran a trabajar y que compartieran más con los padres las tareas de la crianza?

—Bueno, esto no fue sólo debido a la crisis, ya venía ocurriendo por otros motivos. Hay funciones primordiales que toda familia debe cumplir como lugar de organización de aquello que nos determina como seres humanos: la modulación de los instintos, la formación de nuestro psiquismo a través de las identificaciones y el procesamiento de las situaciones traumáticas. Pero mientras esto se cumple en la familia, la vida social puede corroborar o desmentir esa tarea.

Familia y sociedad se determinan mutuamente, pero ¿dónde queda situado el individuo?

—El individuo forma su psiquismo en el plano intersubjetivo; es decir, en su relación con los padres primero y luego con sus semejantes. Si en la sociedad predominan valores y conductas transgresoras, agresivas o anómicas, que favorecen la impunidad, la familia se debilita, se pierden estímulos y todo «da lo mismo», entonces todo se va «melancolizando». De esa falla puede surgir que haya gente que luego le pida a la sociedad, pero ya como una entelequia incumplible, lo que la familia no le pudo proveer. Y se puede llegar a un cierto marasmo donde se pierde la referencia a la sociedad que debería ser continente, y en la familia se concentran los conflictos en forma cerrada, lo que lleva a enfermedades mentales y físicas, que un buen funcionamiento social podría disminuir o prevenir.

¿Por ejemplo?

—Por ejemplo, entre las funciones imprescindibles de una familia está el modo como los padres conforman el psiquismo de sus hijos, a través de funciones que llamamos maternas y paternas. Es imprescindible que una madre, al criar a su hijo, le dé seguridad y placer, lo cual significa cumplir con la función que podemos calificar como «placenterizante» y «antiparanoica», que brinde seguridad al «ser en el mundo». Y es fundamental que el padre cumpla una función ordenadora del mundo. Pero si el niño queda encerrado en ese ámbito y piensa que la sociedad tiene que ser especial para él, tal como fue su relación en la primera infancia, puede creer que puede transgredir ciertos límites sin ningún tipo de culpa ni de costo. Si esto se proyecta a lo social, podemos caer en que los lazos de familia se confundan con los que ordenan la vida social, la política o los negocios, tal como ocurre en el tipo de relaciones mafiosas. Porque «mafia» es eso: imponer una concepción familiar por sobre la ley general.

Otra percepción es que quedaron cuestionadas las formas paternalistas o autoritarias de entender el orden familiar, pero no se logró mientras tanto entender la relación entre respeto y cuestionamiento. ¿Podemos traspolar esto a una sociedad que no logró construir vínculos verdaderamente democráticos de organización social y de autoridad?

—Creo que sí. En tal sentido hasta se podría decir que la crisis no pudo venir mejor, ya que obligó a la ruptura de esos esquemas de familia autoritaria que dan lugar a una sociedad autoritaria con poco cambio y mucha rigidez. La emergencia y asunción del conflicto es el inicio de la posibilidad de curación y crecimiento y permite pensar que estamos yendo hacia formas menos rígidas de familia. Salud es enfrentar conflictos; y una sociedad sana depende de que haya muchos individuos que puedan afrontar el conflicto. El conflicto no puede ser eliminado, es consustancial a nuestras vidas. Es el no poder enfrentar los conflictos lo que lleva a situaciones traumáticas que terminan en trastornos psíquicos. Por lo tanto, en ese sentido, toda situación, por traumática que sea, que haya llevado a alteraciones tan grandes como las que vivimos en nuestro país, lleva necesariamente a tener el conflicto como una referencia.

¿Cómo se afronta el conflicto en el seno familiar desde las funciones paterna y materna?

—Mantener las funciones maternas y paternas nunca fue fácil. Se requiere un grado de fuerza y de sostenimiento muy grandes. Pero si desde la sociedad esto también es cuestionado, por la aparición y persistencia de líderes muy cuestionables, o de situaciones de alta corrupción, va a ser más difícil su vigencia en el marco familiar, con lo cual se empieza a recorrer un círculo vicioso en donde efectivamente todas las figuras de autoridad son demolidas, lo cual también lleva a un déficit democrático.

¿Qué ejemplos concretos de este tipo de situaciones traumáticas encontramos en el interior de las familias?

—El más evidente es el tremendo peso melancólico que tiene la falta de posibilidad de intervenir sobre el mundo cuando falta el trabajo. Toda obstrucción de las posibilidades mínimas de desarrollo personal está proveyendo de las condiciones ideales para la melancolía, las fobias, la depresión y las enfermedades orgánicas, porque el sujeto no puede accionar sobre la realidad de modo transformador. La acción ha sido siempre el remedio de la depresión, mucho más efectivo que las psicodrogas. Una acción específica, se entiende, acorde a deseos y que no dañe a terceros; no cualquier acción. Eso fue impedido —es impedido— por el peso aplastante de las crisis. Los sujetos se ven reducidos a su más mínima expresión, desaparece el psiquismo, en primer lugar, y las funciones familiares básicas se resienten también. Dicho de otro modo, la inequidad social destruye la salud mental de las personas. De todos, tanto de los pobres como de los ricos.

¿Cuál sería el mejor modo de «curarnos» como sociedad que ha sufrido tantos «trastornos» en su personalidad?

—Primero asumir la realidad, sin autoengaños ni negaciones. Se requiere un abordaje franco y modesto de las situaciones, del conflicto que significa procesar las diferencias con los otros, para enfrentarlas de tal modo que en vez de negárselas, se las utilice para la vida. Se requiere procesamiento de los conflictos e interacción con los demás; lo que es exactamente lo contrario de la sociedad autoritaria o negadora que también hemos sido.

¿Y en la familia?

—En la familia ocurre lo mismo. Curarse implica, primero, comunicarse con franqueza, y desde allí sostener con afecto las verdades a enfrentar. Se debe estar atento a los sentimientos exclusivistas o de posesividad. Y entender que alguien que no ha sido dominado en su familia difícilmente se preste a ser dominado en la sociedad, y por lo tanto podrá contribuir mejor a ese largo camino hacia una sociedad que a su vez sea un mejor albergue para las familias. Y estará mejor preparado para no quedar sometido al autoritarismo o a los liderazgos no democráticos.

¿Implica esto también cuestionar ciertos mitos arraigados en nuestra sociedad?

—Así es. Mitos como el de «Argentina, granero del mundo», el del «líder salvador» o el carácter extraordinario de nuestro país pueden haber sido efectivos para construir fuertemente conductas y características de nuestra —yo diría mala— cultura política, o al menos la de nuestras clases dirigentes. Pero en la medida en que se repiten sin un cuestionamiento real, sin una confrontación con nuestras reales posibilidades y con las necesidades e ideales del presente, lo que hacemos es impedir nuestro desarrollo como sociedad, perpetuar así aquello que genera frustraciones y depresión, aunque lo encubramos con conductas maníacas o evasivas.

Fabián Bosoer
Clarín– Domingo 8 de Enero de 2006