Por Marcelo Percia
Prudencias contienen miedos.
Cuidados salvan vidas.
Cuando urge lo común, afectuosas distancias entre cercanías conjuran hostilidades que estallan en la confusión.
Fragilidades que confían en otras fragilidades se dan a la palabra.
En momentos de pánicos y desamparos, hospitalidades (que se necesitan) apelan al pronombre de la primera persona del plural.
Hostilidades (que acaparan) se amurallan en el yo.
Entre hospitalidades y hostilidades, se sabe, hay un pequeño paso.
Voluntades que sentían derechos, protecciones, seguridades, en la comunidad del Capital; se dan cuenta que, en un segundo, pierden todo.
No se trata de histerias ni de psicosis colectivas, sino de difusas percepciones de que la vida en común salva vidas o las destruye.
Pestes actúan como lentes de aumento.
Si de golpe, se desvanecieran los hábitos que hacen creer que el bienestar pasa por el reconocimiento, por la acumulación, por el consumo, por el rendimiento; no se sabría cómo ni para qué vivir.
Tal vez, en ese desconcierto, sin cómo ni para qué, hallaría su morada el porvenir.
La misma voz latina cogitare dice, a la vez, las acciones de pensar y cuidar.
A veces, de una sola palabra pende la vida.
En las cumbres del miedo, se comienza a imaginar lo peor como último alivio.
Rituales que sostienen la vida, no alcanzan en tiempos de pestes.
La paradoja de una cuarentena consiste en que hay que tratar de salir del encierro: el del ensimismamiento. Tal vez el más difícil.
El capitalismo está destruyendo la vida; entonces, la vida se defiende del capitalismo autodestruyéndose. Hace mucho que la literatura y el cine cuentan esta historia.
La vida en común no está amenazada por el miedo, sino por la desigualdad.
Desigualdades abonan miedos para ocultar privilegios que lastiman.
El Capital desprecia la vida que, sin embargo, necesita.
A veces, el miedo deviene pánico; otras, visión herida de lo inadmisible.
De pronto, nos damos cuenta de que la salud consiste en el olvido transitorio de un continuo estado de vulnerabilidad.
Distancias decididas en común no merecen llamarse aislamientos.
Aislamientos compartimentan soledades privándolas del don de la proximidad.
Distancias que cuidan suspenden contactos, pero no cercanías.
La acción constante de lavarse las manos, recuerda que la expresión lavarse las manos significa desentenderse de una responsabilidad.
Cuidar la vida, supone todavía algo más difícil: la común decisión de cambiar lo que la está dañando.
La inminencia devora el presente. Lo devora incluso alargándolo.
A veces, solo alivia el olvido.
Abundan retóricas ensañadas y belicosas.
Figuras que sostienen que el virus actúa por venganza o que estamos en guerra o que se trata de un enemigo invisible.
Se sospechan malicias peligrosas en cada corporeidad portadora.
Miedos al contagio detonan violencias.
La mujer tose en un colectivo. Hacen la denuncia. Se activa el protocolo. Detienen el vehículo. Suben médicos con trajes de protección. La mujer está asustada. Se resiste. Forcejean. Una voz pide que la esposen, que se la lleven.
Lazos sociales tienden sogas que salvan, que ahogan, que atan.
Redes virtuales conectan, sostienen, atrapan.
Lazos y redes demandan fidelidad.
El común cuidado no enlaza, no enreda, no demanda: solo está ahí, como disponibilidad que se hace presente cada vez que se la necesita.
Cuidados no infunden miedo. No agitan amenazas. No ejecutan castigos. No se molestan con la dificultad.
Cuidados alojan terrores e indiferencias desvalidas.
Mientras controles alertan y diseminan amenazas, cuidados prodigan descansos.
No dice lo mismo encierro que refugio, reclusión que repliegue, estado protector que estado represor.
No se trata de sinonimias ni de eufemismos, está en juego decidir cómo se quiere habitar la vida.
El riesgo consiste en que la desesperada necesidad de protección inmunológica derive en ataques contra otras existencias consideradas peligrosas
Diversas aplicaciones en un celular pueden advertir que estamos cerca de una corporeidad infectada, de una persistente tristeza, de un rencor macerado, del deseo de cambiar la vida.
Dicen que solo el control social detiene contagios, que solo la vigilancia evita contaminaciones masivas.
El común cuidado de cercanías que deciden protegerse con amorosas distancias, ¿puede gravitar más que vigilancias y controles?
Hablas del capital no se cansan de repetir que el virus iguala. Pero ni bien se distraen muestran una lista con glamur de infectados célebres: un actor y su esposa, un primer ministro, un ex juez, un jugador de fútbol, un tenor, un escritor, un príncipe, un productor hollywoodense preso.
El trágico infortunio de contagiar por proximidad, amplifica una vicisitud -siempre inminente- en cualquier circunstancia de la vida en común: cercanías, incluso las que se aman, pueden dañarse sin querer y sin saber.
Al daño que sí sabe que está dañando se lo llama crueldad, odio, insensibilidad, blindaje de la cercanía. Tal vez, capitalismo.
En la ciudad en cuarentena, se escuchan voces que dicen: “Sin casas, sin agua, sin dineros. Inhalando miserias. Ahora, pueden ver cómo estamos viviendo”.
El gobierno peruano declara a las Fuerzas Armadas y a la Policía Nacional exentas de responsabilidad penal cuando “causen lesiones o muerte” reprimiendo en las calles el no cumplimiento del “confinamiento”.
La expresión latina amor fati se traduce como aprender a amar lo que acontece. Pero amar lo que acontece no equivale a resignarse al destino.
Resignaciones actúan como omnipotencias fatalistas.
No se trata de acatar lo que ocurre, ni de desearlo, ni de encantar la desgracia. Tampoco entregarse al refrán que sugiere: “No hay mal que por bien no venga”. A veces, las cosas solo vienen, pero otras hay que salir a buscarlas.
Se trata de valerse del impulso de lo que está sucediendo, precipitar la decisión de hacer algo con lo que acontece. Intensificar, en lo que pasa, aquello que abre porvenires.
Pero, las fórmulas no importan.
La fuerza del intento reside en que no siempre sabe hacia dónde ni qué.
El secreto no reside en saberse diferente, sino en saber lo diferente, el sentido inagotable de lo que difiere.
Intimidades precipitan, también, lo peor.
A veces, donde se esperan cariños advienen violencias, donde se esperan caricias advienen golpes, donde se esperan contenciones advienen ahogos.
Impotencias propietarias pueden matar.
Diferentes pestes arrasan la vida en común.
Una, la enfermedad del miedo. Otra, la enfermedad de la indiferencia.
Pero, también, la de la propiedad, la del resentimiento, la de la culpa, la de la ambición, la del sí mismo.
Además de otras que la enfermedad del olvido, a su manera, remedia.
Cuidados se entienden más con respetos que con miedos.
Miedos demandan seguridad, control, previsibilidad.
Actúan como propietarios que se creen dueños de la salud.
Respetos saben que no tienen potestad sobre nada.
Agradecen residencias pasajeras en la vida.
Ocurrencias que dan risa se balancean como boyas que flotan en superficies angustiadas.
El común reír -no la burla ni la ironía que lastima- ayuda a respirar.