LILIANA GONZÁLEZ
>Es posible construir ciudadanía? ¿Quién debe hacerlo? ¿Cuándo empezar? Formulo estas preguntas en el inicio del nuevo ciclo escolar y después de la obligada reflexión que surge en vacaciones, quizá por tener más tiempo para mirar lo que nos rodea.
Y en esa mirada descubrimos una cantidad de gestos cotidianos que señalan la dificultad para sentirnos ciudadanos del país y del mundo. La falta de cuidado al planeta, a la ciudad, al barrio. La violencia que estalla con más frecuencia en los hogares y en la calle. Las transgresiones a la ley y a las reglas de convivencia. La falta de referentes coherentes, que parecen vivir disociando el decir del hacer.
Los adultos de hoy fueron niños y adolescentes. La gran mayoría tuvo algún tipo de familia y de escolaridad, y se construyó en una escena familiar y sociocultural. Nacieron amorales, sin ética, sin saber del bien y del mal, y debieron aprenderlo todo de la mano de los adultos significativos.
Los niños no nacen vagos, irrespetuosos, violentos ni discriminadores. Se construyen en una escena familiar donde deben aprender de la existencia del otro y, fundamentalmente, que las conductas tiene consecuencias.
Pueden aprender a ser buenos hermanos, a compartir, a pelear y a amigarse. A ser compañeros y amigos, a disfrutar de los encuentros, a tolerar las diferencias y a aprender de ellas. A ser buenos ganadores y perdedores en el juego y en el deporte. Pueden aprender lo importante que es saber convivir, y que todo eso los prepara para ser buenos ciudadanos.
La “función familia”
Todo comienza en la escena familiar, donde, a puro amor y límite, repartiendo la mirada y la palabra, asegurándoles un buen lugar en esa estructura, lograrán sentirse valiosos, autónomos y responsables.
Es fundamental transitar el camino de la educación ética, trasmitiendo valores con el ejemplo sin caer en la tentación del disciplinamiento que abusa del poder, ni en la pedagogía del miedo.
De hacerse así, hay más chances de una ciudadanía que no necesite el control y el miedo a la autoridad para sus gestos cotidianos y sus consecuencias.
El lugar ideal para ensayos y trabajos que impliquen el reconocimiento y el respeto del otro, los derechos y obligaciones, y a poner en palabras la queja y el malestar es la escuela. El trabajo cooperativo, las experiencias de convivencia, la construcción del reglamento conductual, la constitución de los centros de estudiantes. Todo implica aprender a elegir, a tomar decisiones, a votar.
Es el lugar que promueve el compromiso, la participación, la autoría y la expresión de ideas en foros de discusión, debates, experiencias teatrales, ferias, exposiciones…
¿Qué pensarán los niños cuando nos miran? Siento que están pidiendo a puro síntoma la presencia de adultos coherentes, que no renuncien a su función de conductores. Si se encuentran con adultos descreídos, desesperanzados, agobiados, quejosos, hiperocupados, intolerantes e insatisfechos, el implícito proyecto de la infancia que es crecer para hacerse mayores se verá muy perturbado.
¿Es lícito traspasarles (sin filtros) toda la magnitud de nuestros problemas, malestares, fracasos y sospechas? ¿Qué impacto tendrán en sujetos en pleno proceso de constitución subjetiva? ¿Cómo aprenderán que se puede ser libre dentro del respeto a la ley?
¿Cómo y con quién identificarse si lo que ven es a funcionarios con severas dificultades para cumplir la tarea para la que fueron elegidos; familias que demandan en exceso a la escuela; instituciones educativas perdidas entre el maternaje y el asistencialismo; y medios de comunicación descomprometidos con lo educativo y que a veces eligen multiplicar los disvalores?
Urge, entonces, que cada institución recupere su identidad: su proyecto, su objetivo, su tarea, a sabiendas de que el bebé será ciudadano y que debe aprender a serlo en tiempo y forma de la mano de adultos presentes, coherentes, apasionados y comprometidos con la vida y con su tiempo.
* Psicopedagoga