Página 12, Rosario 12 – Viernes, 2 de mayo de 2014
La relevancia de la actividad lúdica en sus márgenes casi imperceptibles

Como nunca es lo que parece, desafía a la intuición. Cuando parece que un niño está jugando, no es necesariamente donde pasan las cuestiones más fuertes de lo lúdico, sino cuando la actividad pone en cuestión el ser de los participantes.

Por Luciano Lutereau*

El juego nunca es lo que parece. Al menos, hay cierto aspecto del juego que desafía la intuición. Por lo general, cuando creemos –cuando se nos presenta como evidente– que un niño juega, ahí no está pasando gran cosa. Y, por el contrario, es en ciertos márgenes casi imperceptibles donde cobra mayor relevancia la actividad lúdica.

Podría ilustrar esta cuestión con una breve anécdota personal. Tengo un vecino de alrededor de nueve años que suele jugar en la terraza de su casa, sobre un techo que tiene vista al living de la mía. Hace un tiempo, mientras me preparaba para salir y me peinaba frente al espejo, iniciamos una conversación: –¿Qué estás haciendo? –Me estoy peinando. –Ay, ¡qué coqueto!, –Bueno, cada uno tiene lo suyo. –¿Por qué no te rapás? –Me gusta usar el pelo largo. –¡Qué coqueto! –Es cierto, cuando sea más grande ya se me va a pasar.

Después de este breve intercambio, mi vecino volvió a entretenerse con la rama de un árbol en la terraza de su casa. Nuestro encuentro fue un claro ejemplo de lo que llamaría «secuencia lúdica». En primer lugar, porque el juego implica una actividad que pone en cuestión el ser de los participantes. Esto es algo que puede notarse en la curiosidad que motiva las preguntas surgidas; a partir de ese momento, estamos dispuestos a que no sea evidente quienes somos, sino que es mucho más importante interrogarnos en lo más nimio y trivial (por ejemplo, el pelo). Llamaría a esta condición el «rechazo del ser» de los niños. En efecto, no hay injuria más dolorosa en la infancia que quedar fijado en un ser específico –«el que lo dice lo es», suelen decir– sin interesar tanto de qué se trate como del hecho de serlo. Esta misma puesta entre paréntesis del ser puede comprobarse en las preguntas del «por qué» infantil, donde no se trata tanto de una inquietud epistémica como de interrogar quién cree que es aquella persona que habla.

Este modo de relación (con el ser) que implica el juego lleva a una segunda consideración: si no se trata del ser, es porque en la experiencia lúdica vale más hacerse. He aquí un aspecto del que suelen quejarse los padres: «se hace el tonto», «me lo hace a propósito», etc. En última instancia, estos reproches parentales indican un prejuicio habitual, la confusión del fingimiento infantil con la mentira. Los primeros juegos (hacerse el dormido, el distraído, etc.) siempre apuntan a comprobar que el adulto no sabe tanto como podría creerse. La ficción no es el engaño, y es un error rebajar el goce de la simulación –que tanto fascina a los niños– a una actitud taimada. En todo caso, cabría preguntarse mejor por qué los adultos tienen tantos pruritos para dejarse capturar por el mimetismo que tanto divierte a los niños, al punto de sancionarlo con una condena moral.

Estos aspectos son notorios en la secuencia presentada. Cuando mi vecino pregunta qué estoy haciendo, me invita a suponer que estoy haciendo algo más que peinarme frente al espejo; incluso se burla un poco de mí, al espetarme cierta «coquetería», pero antes que un agravio en sus dichos insiste algo que no se dice: he aquí el motivo de su «por qué», donde la pregunta por la causa habla más de él que de mí. Después de todo, es él quien lleva el pelo rapado, debido a las veces que contrajo piojos –y hasta lo pude oír correr algunas veces para esconderse y no ir a peluquería–. Por cierto, podría haberle respondido: «Cuando vos seas grande, hacé con tu pelo lo que te plazca»; sin embargo, los niños no están dispuestos a este tipo de atribución yoica. El «yo» siempre pone en cortocircuito la capacidad de jugar –en el caso de los adultos, hasta produce agresividad que se nos interpele de ese modo–. En la secuencia, en cambio, aunque hablo de mí le estoy hablando a él. Yo (mi «yo») no soy más que una excusa para continuar con su juego. ¿Qué le estoy diciendo? ¡Vaya uno a saber! ¡Qué importa! ¡Nuestro juego no es más que la parodia de una conversación! No obstante, eso no le quita seriedad.

A partir de lo anterior, pueden concluirse algunas observaciones en torno a la ficción en la infancia. Por un lado, la ficción instaura un mundo de irrealidad. Lo «irreal» no debe ser entendido como «no real», sino como un completamiento de lo real a través de zonas donde lo que es puede ser puesto en suspenso, por ejemplo, en vistas del disfrute estético o el aprendizaje. Por otro lado, una segunda acepción de lo ficticio remite al fingir y el goce de la simulación, que permite reconocer el juego más allá de la diversión y el entretenimiento. Por último, la ficción también indica una fijeza, la de aquello que más preocupa a un niño y que sólo puede compartir con alguien si éste está dispuesto a dejarse engañar.

*Psicoanalista. Licenciado en Psicología y Filosofía, UBA. Magíster en Psicoanálisis UBA. Docente e investigador. Profesor Adjunto de Psicopatología en UCES. Autor de Los usos del juego (2012) y ¿Quién teme a lo infantil? (2013).