Hace 25 años, la innovadora BBC puso en antena un programa en el que los concursantes competían para demostrar su habilidad en la cocina. Fue el primer MasterChef. Cuatro años después, a la cadena se le ocurrió programar una versión junior. Y como sabían que el programa era competitivo y exigía de los participantes una gran tolerancia al estrés, situó la edad mínima de los concursantes en dieciséis años.
Hoy en día esa norma ha sido eliminada. Desde hace más de una década, los concursos de cantantes, cocina o baile admiten participantes de ocho años sin ningún reparo. Y aunque es cierto que parte del público se opone a ello (sobre todo, cuando algún niño es humillado públicamente), el éxito de esos programas demuestra que, en general, no están mal vistos. Pocos comentaristas tienen en cuenta las consecuencias del nivel de tensión que los pequeños soportan, el daño psicológico que les producirá los altibajos de la fama (nadie se pregunta qué será de ellos cuando sean juguetes rotos) o el ambiente familiar tóxico que crea un hijo con ingresos millonarios.
El ser humano es el mamífero que más tiempo tarda en alcanzar su madurez. Dedicamos muchas energías al desarrollo cerebral y tardamos años en dejar de estar indefensos mental y físicamente. Eso nos llevó a crear, en la era moderna, un hábitat especial para los niños, fuera de las responsabilidades y los esfuerzos del mundo adulto, una infancia protegida. Hasta entonces, las exigencias del medio habían llevado a muchos adultos a usar a los pequeños de la casa de forma pragmática inhibiendo los aspectos psicológicos menos productivos, como el juego, el hedonismo, la imaginación y la creatividad. A partir de los cinco o seis años, un niño bien educado puede utilizarse de mano de obra, puede estar callado durante horas en el colegio sin jugar y puede, incluso, participar en un programa de televisión y aportar mucho dinero a sus padres. Y muchas personas han caído en estas tentaciones cuando tuvieron poder sobre la infancia. Se decían a sí mismas que los primeros años son un momento más del desarrollo, con los mismos deberes. Eso sí: esa concepción de infancia expuesta nunca incluyó la libertad del mundo adulto. En las épocas de la historia en que se trataba así a los pequeños, la gran ventaja para los adultos era que los chicos funcionaban como esclavos, con las responsabilidades de los mayores, pero sin sus derechos.
Llegar a conseguir una infancia protegida ha sido un largo proceso. El historiador Philipe Ariès, autor de El niño y la vida familiar en el antiguo régimen (Taurus), entiende que el “descubrimiento de la infancia” tuvo lugar en la era moderna. En la Roma clásica y en la iconografía medieval, los niños son representados como hombres pequeños. Y en los libros no aparecen apenas referencias a las actividades propias de la infancia, como el juego. Se defendía que los chiquillos entraran cuanto antes en el mundo adulto con el argumento de que todos debemos introducirnos, tarde o temprano, en la competitividad y la hipocresía de la madurez. Cuando murió el filósofo Maurice Merlau-Ponty, su amigo Sartre dijo de él: “Nunca se recuperó de una infancia feliz”.
Es cierto que todos tenemos que acabar asumiendo que dejaremos de estar protegidos. Pero intentar acelerar ese descubrimiento hasta una edad en la que estamos indefensos sólo complica el problema. Por eso Lloyd DeMause, autor de Historia de la infancia, afirma que esta es “una pesadilla de la que hemos empezado a despertar hace muy poco”. Para este historiador, la falta de entendimiento de los primeros años como una época diferencial se tradujo en siglos de tortura en la que los niños estaban expuestos a muertes violentas, abandono, torturas físicas y abusos sexuales casi continuos. Y eso, teniendo en cuenta que en las culturas en las que el buen nombre de la familia era lo más importante es difícil saber cuáles eran las cifras reales. Las épocas de infancia expuesta fueron para DeMause una salvaje lucha competitiva por llegar a ser mayor para… poder hacer a los pequeños lo mismo que a uno le habían hecho.
A finales del siglo XX parecía que en muchas zonas del planeta se afianzaba la concepción de infancia protegida. Esto se traducía en muchas áreas: ideas pedagógicas que introducían la creatividad y las inteligencias múltiples, valoración del juego como una actividad sana (fue la época del éxito de libros como Homo ludens, del historiador Johan Huizinga), fomento de la imaginación en cine y literatura…
Pero en la última década parece que las tornas vuelven a cambiar hacia una concepción de infancia expuesta. Las consecuencias no se observan sólo en los programas de televisión. Los currículos académicos exigen una mayor cantidad de conocimientos en edades cada vez más tempranas, y se evalúa a los niños antes de que hayan asimilado el concepto de examen. Los lugares públicos, por su parte, están cada vez menos abiertos al juego infantil: en las ciudades, los pequeños son considerados una molestia. Por el contrario, la edad del famoseo, el postureo y la competitividad (cine, música, YouTube,…) es cada vez más temprana, cada vez hay más criaturas en torno a los diez años con miles de seguidores. Desde principios del siglo XXI, los niños con éxito son los que han aprendido a ser adultos antes de tiempo.
De momento, no todo el mundo participa de esta concepción. Pero es previsible que a medida que nuestra cultura se vaya haciendo cada vez más individualista, la idea de la infancia como un territorio protegido llegue a su fin. En un mundo competitivo, a todos los adultos (padres, profesores, políticos,…) les conviene acelerar la madurez.
Las alarmas empezaron a sonar hace una década. En otoño del 2006, por ejemplo, una carta enviada al matutino The Daily Telegraph firmada por maestros, científicos y psicólogos denunciaba que los niños británicos estaban siendo empujados a la madurez antes de tiempo y que “un cóctel siniestro de comida basura, marketing de la sexualidad, juegos electrónicos y una obsesión más por galardones que por aprendizaje en las escuelas” les estaba “envenenando la vida”. “Estamos profundamente preocupados por el creciente número de casos de depresión infantil, problemas de conducta y enfermedades del desarrollo”, decía la misiva. Entre los signatarios figuraban escritores como Philip Pullman, Mick Brookes (secretario general de la Asociación Nacional de Rectores) y la directora del Instituto de Psicología Neurofisiológica, Sally Goddard Blythe. En su carta aportaban datos, algunos especialmente inquietantes: la British Medical Association acababa de revelar que uno de cada diez menores británicos sufría desórdenes mentales.
Hay estadísticas preocupantes a escala mundial. En Japón, más de un millón de chavales se convierten en hikikomoris, es decir, en muchachos que ante la presión del medio (nivel académico cada vez más alto, competitividad entre compañeros, presión de las expectativas de los padres…) deciden encerrarse en algún habitáculo de su casa y no salir de allí durante meses. En Europa, se incrementa el diagnóstico de estrés infantil: en su reciente Tratado de psiquiatría del niño y del adolescente (Ediciones Díaz de Santos), la doctora M.ª Jesús Mardomingo afirmaba que dentro de diez años, ese será el mayor problema de salud mental de los futuros adultos, porque la plasticidad del cerebro infantil reacciona ante el estrés produciendo cambios neurobiológicos que permanecen para siempre. Pero no se necesita proyectarse al futuro: según la Organización Mundial de la Salud, está aumentando progresivamente la tasa de suicidios entre niños, que se ha convertido en la segunda causa de muerte antes de la madurez después de los accidentes.
Por los mismos años en que se escribió esa carta colectiva, Carl Honoré publicó Bajo presión. Cómo educar en un mundo hiperexigente (RBA). Este periodista canadiense empezó a escribir este libro cuando observó su propia reacción al escuchar a un profesor insinuar que el hijo del autor podría estar muy dotado para el dibujo. Encantado con la posibilidad y lleno de expectativas (él es un dibujante frustrado), se pasó la semana siguiente buscando cursos y profesores particulares para el niño sin preguntar al chaval. Cuando por fin le contó todo lo que había encontrado, su hijo le respondió: “Papá, yo no quiero clases, sólo quiero dibujar, ¿por qué los adultos siempre tienen que controlarlo todo?”.
Honoré empezó a reflexionar hasta qué punto los padres nos hemos vuelto excesivamente exigentes con el desarrollo veloz de las capacidades de nuestros hijos. Según este periodista, se está produciendo una especie de “secuestro de la infancia”. El problema no es nuevo: el autor nos recuerda el fenómeno Mozart en la Europa del siglo XVIII que llevó a miles de padres a presionar a sus propios chicos con la esperanza de conseguir niños prodigio. Pero Honoré hace notar que, después de unos siglos de infancia protegida, desde principios del presente siglo la presión ha vuelto a recrudecerse. El apremio para conseguir objetivos mensurables con nuestros hijos, la coacción para hacerles más competitivos, consume todo el tiempo disponible en su infancia.
En los últimos años hemos olvidado el descubrimiento de la infancia como territorio resguardado que tantos siglos costó. El psicopedagogo Francesco Tonucci alerta: “El mundo se está vaciando de infancia”. Su proyecto de Ciudad de los Niños pretende recuperar esa idea de infancia protegida, pidiendo, por ejemplo, a los políticos que consideren a los pequeños parámetros principales para cambiar las estructuras urbanas. Adecuar los pueblos y ciudades a las necesidades realmente infantiles (juego, deporte espontáneo, risas…) es una de sus propuestas para la recuperación del mundo infantil.
El argumento principal de Tonucci es sorprendente: no es sólo que la infancia necesite ser protegida, es que, además, “los adultos somos peores si no estamos supervisados por niños”. Kalil Gibran decía: “Nuestros hijos no son nuestros hijos, aunque vivan con nosotros no nos pertenecen: son hijos de la vida, hijos del futuro”. Los niños no son adultos de menor tamaño: tienen un papel diferente en nuestra historia. Si la infancia deja de existir, se acabarán la creatividad y la imaginación, dejaremos de pensar “fuera del marco”. Y el mundo se repetirá a sí mismo una y otra vez, con todos sus defectos.
Fuente: http://www.magazinedigital.com/historias/reportajes/fin-infancia-protegida