(fragmento)

Los años de ser chico son años largos mientras duran y también después, en el recuerdo. Parece que nunca van a terminar, pero terminan. Parece que van a ir disolviéndose de a poco, pero se van de golpe, en un momento.
Te puede pasar a los diez años, si sos de los que crecen rápido. O varios años después, si sos de los que tardan. Lo que vas a sentir es que dejaste de ser chico y toda­vía no sos ninguna otra cosa. Esa sensa­ción es más fuerte y clara en vacacio­nes.
Eso sentía Darío ese enero lluvioso. Todo era igual y todo se sentía diferente. Algo había pasado con su manera de percibir el tiempo: se estiraba y se acortaba de otra forma. Por ejem­plo, el viaje en auto de 500 kilóme­tros ya no le pareció tan largo. En cambio se le hacían largas (¡qué raro!) las vaca­ciones.
Creyó que el aburri­miento de los primeros días tenía que ver con la lluvia. Había ahorra­do todo el año para poder comprar todas las fichas de video-juegos que quisiera. Y terminó regalándoselas a su hermano menor.
Cuando por fin salió el sol, descubrió que ya no podía colgarse de un salto y hamacarse del palo de la carpa: con la altura que tenía ahora, cuando sus manos se agarraban del travesaño, sus pies seguían apoyados en el suelo. ¿Qué era lo que hasta el año pasado encontraba tan fascinan­te en eso de cavar en la arena? Hizo castillos, pozos y montañas, cons­truyó diques, islas y canales. Para qué.
Por suerte todavía podía jugar al volei (mejor que antes, ahora que estaba más alto), todavía podía ir a pescar con sus amigos. Por
 suerte, sobre todo, tenía la música.

Del cuento “Las discotecas no existen de día”, publicado en el libro Miedo en el sur, Ed. Sudamericana, 2011