LA NACION – Jueves 14 de Junio de 2007
La idea de llevar a los niños con discapacidad a la escuela común es una conquista reciente, pues no tiene mucho más de dos décadas. Unos 28.000 niños y jóvenes con esas dificultades asisten a los establecimientos corrientes, a veces haciéndolo también a las escuelas especiales que existen para ellos, pero son muchos más los que, por diferentes razones, no concurren a escuelas comunes.
Las discapacidades de los chicos son variadas y la preparación de los maestros y profesores no es siempre la más adecuada para atenderlos. Tampoco se ignora que los edificios escolares, que hoy frecuentemente no pueden albergar con comodidad a sus alumnos, no están a menudo preparados para recibir a niños o jóvenes con movilidades reducidas, por ejemplo.
En muchos casos es imprescindible la presencia de un docente especializado (maestra integradora) que pueda acompañar a uno o más niños en su paso por la escuela, como sucede con los chicos con síndrome de Down, entre otros. Las autoridades educativas no siempre tienen en cuenta esa necesidad y a veces imponen integraciones que no se pueden llevar a efecto de la manera más satisfactoria o incumplen la ley derivando a los niños a escuelas especiales, por falta precisamente de maestras integradoras que acompañen al docente en el aula.
La experiencia recogida demuestra claramente que los niños con necesidades especiales se muestran particularmente satisfechos al participar de todo o parte del trabajo escolar común y que eso influye de una manera altamente favorable en su evolución general. No debe olvidarse que la estimulación que significa la presencia de muchos niños sin sus dificultades genera un afán de superación que no se da en las escuelas diferenciales. A la vez, si la exigencia es excesiva se logra el efecto contrario y se convierte en frustración.
Al respecto cabe tener en cuenta que el objetivo de la integración, además de su justicia intrínseca, tiene dos beneficiarios: uno es la persona con necesidades especiales; el otro es el resto del curso donde ésta se integra, que aprende el sentido y el lenguaje de la diversidad y la diferencia en la igualdad de dignidades. También aprende no sólo en la competencia, sino en la solidaridad ante quien no puede competir en igualdad. Este beneficio creará futuros adultos que acepten la diversidad y se responsabilicen por una mejor integración social del excluido.
Todo ello requiere, además de la designación de personal especializado suficiente, que trabaje en equipo con docentes de la escuela común, disponer de los medios de transporte y recursos técnicos necesarios para el desarrollo curricular especializado. Así lo establece el artículo 44 de la norma educativa que nos rige, el cual sólo se verifica minoritariamente en la práctica.
Al considerar el estado de la integración educativa es menester apreciar que los problemas por superar gravitan sobre los dos protagonistas de la enseñanza, el alumno y el docente, y no se vinculan solamente con el aprendizaje intelectual. Por una parte, el menor reclama una comprensión afectiva muy particular como punto de partida de su actividad, que exige una atención personalizada en su seguimiento. De parte de maestros y profesores, la demanda se centra, sobre todo, en que se les provea de los recursos didácticos aptos para resolver las nuevas situaciones que se han de plantear en el aula.
Los niños con necesidades especiales que asisten a escuelas comunes no son todavía muchos. Las cifras conocidas dicen que en todo el país solamente el 26,1 por ciento de esos chicos lo hace, mientras que en la Capital Federal, llamativamente, el porcentaje se reduce al 17 por ciento.
La ley de educación Nº 26.206/06, en su capítulo V dedicado a la Educación Especial, dice que el Ministerio Nacional, en acuerdo con el Consejo Federal, «garantizará la integración de los alumnos/as con discapacidades en todos los niveles y modalidades según las posibilidades de cada persona». Esa norma sólo se cumple parcialmente y los progresos que se aprecian son lentos, y distan de satisfacer las demandas de la población escolar con necesidades educativas especiales.
Según es dable apreciar, la tarea de generalizar una plena integración con la amplitud que establece la legislación exige una compleja organización de recursos humanos y técnicos. Por eso hace falta una clara voluntad política que la promueva y le dé un desarrollo consistente. De lo contrario, la ley, en vez de marcar el deber ser de una oferta educativa real para la minoridad que lo necesita, se limitaría a enunciar un conjunto de buenas intenciones.
LA NACION – Jueves 14 de Junio de 2007