Llegan a la consulta de terapia del lenguaje padres y madres que sostienen que su hijo o hija no habla. En ocasiones, este comentario también proviene de padres cuyos hijos ya están en proceso terapéutico. ¿Qué se lee en el reverso de esta afirmación?
¿De verdad el niño no habla? ¿Se puede no decir?
Se le pide al lenguaje un efecto mágico y resolutivo: que aparezca espontáneamente, que a partir de él surja el resto de los aspectos del desarrollo que se ven demorados.
Se nos demanda a los terapeutas un nombre, definitivo e infalible, que explique todo lo que le ocurre al niño. Una respuesta redonda y cerrada. Luego, una receta, ejercicios, “tips”. La solución.
“Cuando me pida pis o caca yo sé que le voy a poder sacar los pañales”. “Cuando hable va a aprender”. “Cuando pueda hablar, los chicos le van a entender y va a tener amigos”. “Yo quiero que me diga qué quiere”. “Quiero entender qué le pasa”.
Guadalupe tiene 7 años. Llega al espacio de terapia del lenguaje a los 4. Sus padres relatan que cuando nació padeció durante meses episodios convulsivos. En algún momento tuvo un diagnóstico neurológico que luego se dio por desestimado.
En el relato de los papás, Guadalupe estuvo desconectada hasta los 2 años. La recibo en la consulta completamente atenta, estableciendo contacto a través de la mirada, vocalizaciones, gestos, contacto corporal. Durante estos años hemos trabajado con ella un equipo de profesionales de distintas disciplinas.
Desde el año pasado, Guadalupe nomina a través de sílabas, en concordancia fonológica con la palabra buscada: “jo” es conejo, “to” es auto y así.
En una entrevista, su mamá dice que Guadalupe no habla, que ella está esperando que hable.
“¿Vos creés que algún día va a poder hablar?”
Guadalupe habla, dice sílabas que cumplen la función de palabras. Las dice con los recursos con los que cuenta, atravesando el obstáculo neurológico, en completa conexión conmigo, con el juego, con la situación. Sí que habla.
Cuando Guadalupe dice esas sílabas, está haciendo propio el lenguaje y estableciéndose como sujeto hablante. Y eso es un gran hito.
¿Qué estamos esperando que diga? ¿Cómo? ¿Cómo quiénes?
En estos casos, en todos, es necesario inaugurar o devolver el valor a lo que el niño dice. Porque lo que se construya será sobre lo ya construido, sobre lo que está adquirido, alcanzado, apropiado, aunque eso sea un sonido. Si desestimamos las producciones de los chicos, entonces los dejamos librados a la frustración de que no es eso que pueden sino otra cosa lo que se espera de ellos. Que eso que dicen no sirve, no alcanza. Que lo que han podido armar no tiene valor. Que falta mucho y queda lejos.
No valorar la forma de expresión y comunicación de un niño o niña es obturarlo, no permitir que se despliegue, se desarrolle y crezca. Así, el lenguaje queda sujeto a un estrato difícil de alcanzar, algo ajeno o una promesa que nunca llega, una vara muy alta. Un hito trascendental y determinante que condicionará todo lo demás.
Mariana Karol sostiene: “El acto de nominación por parte del sujeto es, al mismo tiempo, un acto de enunciación, de interpretación y de autodenominación de su yo.
Cuando un niño llora, ríe o protesta, la primera significación vendrá del Otro. Es necesario que así sea. El niño podrá comenzar a ser su propio intérprete, su propio enunciante, a partir de la adquisición del lenguaje.
A partir de poder nombrar lo que era innombrable, incognoscible, el sujeto se transforma en enunciante. En el mismo acto de enunciación de un sentimiento, se autodenomina el yo.” [1]
El lenguaje se adquiere con un Otro que dona, que propicia la construcción de sentido en el encuentro. Un Otro significativo que, a través del lenguaje, hace marca, delinea un cuerpo. Que sostiene, acompaña, dice qué sí, qué no. Hace lugar. Es primero presencia para luego dejar un espacio vacío que convoque a la palabra.
En ocasiones, esto no ocurre porque algo configuró un desencuentro con este niño. Entonces, condicionada por la tendencia social de nuestros tiempos, surge esa demanda de reparación instantánea, eficaz; un pedido más o menos expreso de recuperar el tiempo, de equiparar al resto, un deseo de “normalización”.
La constitución y construcción del lenguaje es singular, subjetiva y lleva un tiempo que no puede ser predecible, que sólo lo desplegará el niño o niña en el devenir de la terapia.
Nos toca a los adultos, Otros significativos, estar atentos y dispuestos a ese despliegue que el niño o la niña muestre, a lo que pueda decir y diga.
Los llamamos “pacientes”, que tienen paciencia. ¿A quiénes les pedimos que sean pacientes, que tengan paciencia? ¿A los pacientes? ¿Nosotros, los terapeutas, la tenemos? ¿Tienen paciencia los padres, las instituciones escolares, las familias, el entramado social?
Seamos nosotros los pacientes.
Estemos en la escucha, en la donación del lenguaje y en la espera.
Giselle Aronson
Licenciada en Fonoaudiología.
Es especialista en Lenguaje y Primera Infancia.
Se dedica a la atención de niños con dificultades en el lenguaje y necesidades derivadas de la discapacidad.
Participó como miembro de equipos interdisciplinarios en zona oeste, especializados en la atención de niños con dificultades en el lenguaje y la constitución subjetiva, en el ámbito clínico y escolar.
Se formó en diversos grupos de estudio en psicoanálisis y lingüística.
También se desempeña como gestora cultural en la coordinación del Ciclo Literario Crudo, en Haedo.
Es escritora, autora de novelas, cuentos, microrrelatos y poesía.
Coordina grupos de taller literario.
[1] Karol, M. La constitución subjetiva del niño. En: Carli, S. (comp). De la familia a la escuela. Infancia, socialización y subjetividad, 1ra edición. Buenos Aires: Santillana, 1999. p. 77-106