Hace unas semanas, la Legislatura porteña aprobó la Ley de Sistema del Desarrollo Infantil para la Detección Temprana del Trastorno del Espectro Autista. Desde la Asociación Civil Forum Infancias advierten sobre los intereses políticos y económicos que pretenden cobrar peaje para acceder a un derecho.
Por Julieta Inza*
En la última década se viene desarrollando en el área de la salud mental un movimiento de voces que tienden, cada vez más, a pensar a las personas y la sociedad, como sujetos para armar. Sujetos que deben estar aptos para cumplir con la sociedad de consumo, éxito y productividad que la época actual construye y, si ello no sucede, habrá que encontrar el mejor modo de acomodarlo a los estándares que la época demanda. De lo contrario, no habrá mucho más por hacer con aquel sujeto o por aquella sociedad.
Esta es una característica de la época actual a nivel general. Se observa a lo largo del mundo, en países de mayor y menor desarrollo, en extractos sociales altos, medios y bajos; así como también en adultos, adolescentes, niñas y niños.
Y es en las niñas, niños y adolescentes que queremos hacer hincapié en relación a este tema. Especialmente en aquellos que viven en nuestro país y que, como sociedad, y junto al Estado, somos responsables de su cuidado y bienestar. Responsabilidad que hasta hoy ha tenido su parte de ejecución a través de leyes que se ocupan de ordenar y proteger, pero que hoy se tiñe de otras cuestiones e intereses. Además de estar siendo vulnerados en sus derechos por la crisis económica, política y social actual, lo están también en su derecho a crecer y desarrollarse como niños libres. Libres de ser evaluados, libres de tener que lograr ciertos méritos (meritocracia) para ser parte de un grupo social, para no ser marginados, señalados o hasta ´diagnosticados´ con algún trastorno mental (ADD, ATDH, TEA, TOD, dislexia, etc) por no cumplir con las expectativas que la sociedad actual, sin cuestionar ni cuestionarse; acata y acepta.
¿Por qué vivimos en una sociedad que tácitamente nos invita (para exigir luego) volvernos sujetos exitosos, triunfantes y admirados? ¿Por qué nosotros mismos nos convertimos en nuestros jueces más severos, a través de redes sociales (las propias) que nos devuelven como espejo un amor propio medido en “likes”, “Me gusta” o “corazones”?
Quizás somos nosotros, los adultos de esta época, los últimos en tener la oportunidad y responsabilidad de dejar estas preguntas abiertas. Las generaciones que vienen detrás, vendrán con esta manera de vivir arraigada en sus más simples rutinas y las preguntas se volverán cada vez menos frecuentes. A los niños y niñas de hoy los exponemos las redes desde sus primeras respiraciones, sus primeros latidos y sus primeros contactos con este mundo.
Y no se trata aquí de señalar si ello es bueno o es malo; si está muy bien, un poquito mal o muy mal. Eso queda por cuenta de cada quién, también para quienes compartimos hoy estas líneas con los lectores que somos parte de esta vidriera social, y que también nos exponemos y exponemos a nuestros niños. Nada nos diferencia, más que el intentar generarnos las preguntas. Y porque quizás contamos con una ventaja por ser parte de un colectivo de profesionales en salud mental que vemos cómo estas cuestiones muchas veces traen efectos que como adultos no esperábamos y porque comenzamos a ver tendencias de intervenciones que nos preocupan, y por lo cual, como decíamos, nos parece importante hablar, dejar la pregunta y sostenerla.
Hoy, vemos cada vez más niños etiquetados por trastornos mentales. Se escuchan estadísticas que cuentan que 1 de cada 60 niños tiene TEA (Trastorno del espectro autista), y escuchamos cada vez más proyectos de leyes o leyes que se aprueban avalando tales etiquetas.
Es necesario diferenciar el concepto de diagnóstico del de etiqueta. Diagnóstico no es realizar un cuestionarlo o un test, ni mucho menos que lo pueda aplicar cualquier adulto. Hoy vemos test que se hacen llamar diagnósticos que pueden aplicarlos desde docentes en una clase o padres que lo bajan de internet. Sin desmerecer la tarea del docente en el aula ni de un padre o madre en su función pensamos que, justamente y valiendo la redundancia, no es esa su función. Todo lo contrario, pretender ponerlos en ese rol implica correrlos de su función. ¿Cómo un padre o una madre estará disponible para su niño/a si en lugar de ello tiene estar midiendo, contabilizando o evaluando cuantas veces sonríe o si devuelve el sonajero?
La función de diagnosticar ha sido, es y esperamos que lo siga siendo siempre, de los profesionales de la salud mental. Los primeros no cuentan con el conocimiento, ni con la práctica, ni con la experiencia para hacerlo. Por ello no es un diagnóstico, es una etiqueta. Los profesionales en salud mental, en cambio, tenemos la formación universitaria y la experiencia clínica. Conocemos sobre la importancia de generar un vínculo a partir del cual ese diagnóstico se irá construyendo y transformando. Un diagnóstico jamás podría ser una fotografía como la que ofrece un test o un cuestionario. Un diagnóstico implica movimiento, implica un entre-dos, implica interdisciplina, implica leer en contexto incluyendo lo social, el hogar, lo vincular.
Por ello, hoy vemos con tanta preocupación que se rotulen niños y adolescentes como TEA, ADD, TOD, dislexia, etcétera. Y que se haga no sólo arrastrando esta confusión conceptual en relación al diagnóstico, sino que también se busque avalarlo con leyes, tanto nacionales como provinciales. Muchas que aún hoy se plasman en proyectos y otras que están ya dictaminadas.
Son leyes que llaman la atención, no sólo por su especificidad y por la superposición que su creación genera con la Ley Nacional de Salud Mental (26.657) y con la Ley Integral de Derechos de niñas, niños y adolescentes (26.061); sino también por los intereses que subyacen a las mismas.
Entendemos que las leyes deben ser creadas para los niñas, niños, adolescentes y adultos en general, es decir para todos por igual. De lo contrario, al especificar y rotular (y con el peso que una ley conlleva) se tiende a marcar a ese grupo sujeto como distinto, como lo que queda por fuera y, por lo tanto, hay que nombrar/tratar de otro modo. Acaso cualquier niña, niño o adolescente, independientemente de la patología o el padecimiento que tenga ¿no debería tener los mismos derechos que las leyes 26.657 y 26.061 garantizan para toda la población? ¿Acaso ellos no son también parte de ese grupo que estas leyes protegen?
Pensamos que sí, pero tampoco queremos parecer ingenuos ante estas preguntas. Sabemos que los papás, mamás y adultos responsables de los niñas, niños y adolescentes que hoy se diagnostican (o etiquetan) con alguna patología en salud mental encuentran enormes dificultades para que sus hijos cuenten con la atención y tratamientos interdisciplinarios que su situación requiere. Y creemos que aquí empezamos a encontrar la punta de un ovillo que, al comenzar a tirar, desprende sus hilos más finos pero también más punzantes. Hoy esos papás reclaman por un derecho que se les vulnera cada vez que una obra social o una prepaga les exige un Certificado de discapacidad (CUD) para su atención o cada vez que se encuentran con un Estado incapaz de garantizar la atención mínima frente a la demanda existente.
Y es aquí donde llegan las leyes por patología para garantizar lo que el Estado no garantiza. Sino que, por el contrario, hace alianza con intereses y grupos corporativos que lo garantizan pero al usuario dispuesto a pagar por ello. No solo pagar a nivel económico (muchos de los tests que hoy se utilizan para etiquetar tienen un alto costo en dólares, no solo para el usuario sino para el profesional que hoy es instado a formarse con los mismos; como si su idoneidad académica, universitaria no fuesen suficientes) sino que el alto costo también significa hacerse funcional a esta sociedad que rotula, que encasilla lo diferente, lo que no es productivo, lo que no genera éxito, ni tiene qué ofrecer a una red social hambrienta de triunfos para halagar.
Por todo ello hoy nos vuelve a preocupar la noticia de la recientemente aprobada Ley 6.151 de la Legislatura de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires: “Sistema de Vigilancia del Desarrollo Infantil para la Detección Temprana del Trastorno del espectro Autista” (Expediente 1113 -D- 2018).
Nos preocupa porque creemos que:
Los niños no se vigilan, se cuidan
No se excluyen, se acompañan
No se cosifican, se escuchan
No se los señala, se los guía
No se los evalúa, se los comprende
No se los etiqueta, se los diagnostica
Por varias razones creemos que esta ley no estará a la altura ni para diagnosticar, ni comprender, ni guiar, ni escuchar, ni acompañar, ni mucho menos cuidar.
Primero, porque se pretende aplicar de modo general a niños sanos. O sea, aplicar un instrumento de pesquisa sobre un supuesto trastorno que el niño no manifiesta tener, pero por las dudas se le aplicará. Pensamos que ello puede traer como contrapartida una tendencia a etiquetar por las dudas, y que, por el solo hecho de ver rasgos situacionales en los niños o niñas a los que se aplique, se los podrá etiquetar como TEA sin poner esa información en su real contexto. Por no tomarse el tiempo diagnóstico para mirarlo desde la historia del niño, sus vínculos, sus espacios de interacción, etcétera.
Segundo, porque se pretende realizar a partir del año de edad con lo cual, y teniendo en cuenta el primer punto, consideramos que ya no estamos hablando de detección temprana ni mucho menos oportuna; sino de pesquisa rotulante. Es decir, una vez más, de no dar espacio a ese vínculo madre-hijo / padre-hijo que se va conformando como un lenguaje único y singular que requiere tiempo y espacio. Y por ello, no pensamos que no pueda haber dificultades en ese tiempo necesarias de resolver y acompañar. Pero allí es donde consideramos fundamental el rol del pediatra, quién a través de un vínculo periódico con esa familia, irá dilucidando y encausando las dificultades y/o derivaciones a los profesionales de salud mental pertinentes en caso de ser necesario.
¿Qué sucede cuando el espíritu que va creando las condiciones para que nuevas leyes se generen, comienza a teñirse de intereses que ya no tienen tanto que ver con proteger, ni organizar, ni con el desarrollo integral de las personas y las sociedades? ¿O que, en apariencia, sí lo tienen, pero sobre ello trascienden intereses ocultos (pero no muy difíciles de descubrir)? Intereses políticos y económicos que pretenden algo así como cobrar peaje para acceder a un derecho. Que, tras el velo de mejorar la calidad de vida de las personas, generan alianzas y negocios que implican réditos económicos para ciertos grupos de poder, dejando ya de poner la mirada en la comunidad, en las personas y en nuestros niños y adolescentes de hoy. ¿Es entonces sólo una cuestión de ley?
*Licenciada en Psicología (UBA), Asociación Civil Forum Infancias.