Por Adriana Montobbio *
Juan tiene 13 años y concurre a un establecimiento de educación especial; tiene un retraso mental moderado. Es derivado desde la escuela al equipo de salud mental de niños y adolescentes del CeSaC porque presenta “conductas impulsivas, desafiantes y notable labilidad atencional”. En la primera consulta, la mamá relata en forma sucinta la historia familiar. Nos cuenta que vivían en Bolivia con su marido y su hija mayor y que cuando estaba embarazada de Juan el papá se fue con otra mujer: “Me quedé sola con los dos chicos. Cuando nació Juan, al otro día fui a trabajar: lo cargaba en la espalda y vendía, así hasta los dos años”. No hubo ningún control del embarazo de Juan, quien aparentemente nació con microcefalia y sufrió convulsiones frecuentes con pérdida del conocimiento en sus primeros años. La mamá vino a la Argentina con sus dos hijos cuando Juan tenía ocho años.
Es difícil conversar con la mamá: habla cerrado, a veces no la entiendo y tampoco me queda claro si ella me comprende. En las entrevistas, yo tomo la iniciativa preguntando; ella responde sólo lo necesario, con pocas palabras, tras lo cual aguarda la próxima pregunta. Luego de un rato, debo dar los encuentros por concluidos pues ella permanece en silencio y yo ya no sé qué decir. Sabe que su hijo se porta mal en la escuela, le dice que se porte bien, no aparenta estar muy preocupada por este problema, tampoco por otros, pero cumple absolutamente todas las indicaciones que se le dan, tanto en la escuela como en los diferentes lugares en los que hace atender a su hijo (neurólogo, cardiólogo, médico clínico, odontólogo y demás). La señora trabaja en un taller de costura, es el único sostén de la familia, pero de algún modo se hace tiempo para concurrir cada vez que la cito. Del padre de Juan refiere que vive en Bolivia y casi no tienen contacto. De vez en cuando el papá los llama por teléfono, pero Juan suele decirle: “Yo ya soy argentino, vos hablás distinto, no me entendés”, y le corta.
Mis primeros contactos con Juan tampoco son sencillos: es grande para los juguetes, pero no conoce juegos de reglas. Se queda en silencio, responde a mis preguntas, de nuevo siento que debo finalizar los encuentros antes de tiempo porque no hay qué hacer ni qué decir.
Si bien conoce algunos números y sabe escribir su nombre, no lee ni escribe, apenas si nos entendemos cuando hablamos y tampoco se me ocurre sobre qué podríamos conversar.
Entonces, si de marginalidad se trata, estamos frente a una consulta que, al menos en su modo de presentación, nos deja afuera de todo campo de posible intervención: con qué trabajamos si no hay demanda, pregunta, diálogo, ni juego. En las entrevistas no sé qué hacer, me quedo afuera y no sé cómo entrar, me siento al margen y entonces corto los encuentros antes de lo pautado. Me sobra el tiempo… justo con este chico y con esta madre, a los que si algo les ha faltado fue el tiempo para casi todo, ya que ambos tuvieron que “salir a vender” apenas nacido el niño.
La demanda había partido del trabajador social de la escuela. Entonces nos ponemos en contacto con él, quien nos informa sobre las cuestiones médicas y sociales pendientes (neurólogo, control de salud, certificado de discapacidad, cobro de la AUH, etcétera). Empezamos el trabajo atendiendo estos temas juntamente con la escuela y realizando las derivaciones y gestiones necesarias. Mientras tanto, trato de imaginar cómo entrar en esta historia. Para no quedar al margen, lo primero será tener cuidado de no reiterar la carencia; en otras palabras, habrá que darle tiempo.
Juan ve un rompecabezas e intenta armarlo con mi ayuda. Le cuesta mucho, pero mientras lo arma empezamos a hablar. Aparecen algunos breves comentarios acerca de sus compañeros. Un día yo le pregunto por el padre. Le digo que sé que vive en Bolivia, me dice que le gustaría decirle que venga. Luego me dice que ya se lo dijo. Le pregunto si sabe si su papá tiene familia en Bolivia, si él tiene más hermanos. Me dice que sí, que tiene un hermanito que se llama igual que su padre. Le pregunto si sabe por qué a él le pusieron Juan. Responde que uno de sus abuelos se llamaba así.
Me cuenta que quizás un día viaje a Bolivia a visitar a su abuela materna. Le pregunto qué recuerda de Bolivia. “Se come oveja, a mi hermana no le gusta.” Respondo que acá, en Argentina, en el campo, se come cordero, y le cuento que unos meses atrás estuve en el campo y comí. Cuenta: “En Bolivia, bailé disfrazado, con mi primo”.
Le pregunto si tiene fotos y me dice que sí y que me las traerá. Más adelante lo hace y con esa ayuda vamos armando una especie de familiograma. Yo escribo en una hoja los nombres de todos los familiares, diferenciando los que viven acá de los que viven allá.
Durante los primeros meses llega tarde, a veces falta. Es todo un trabajo lograr que la mamá, Juan, su hermana (que por lo general lo acompaña) y yo lleguemos a entendernos para que Juan pueda asistir a la salita en horario y que esto no signifique un día ausente en la escuela. Construir la logística necesaria para que yo lo atienda por la mañana temprano y luego ir a la escuela constituye un arduo trabajo que lleva meses. Luego Juan asiste solo y puntual todos los viernes a las 9 y se va en remise al colegio. Antes de retirarse nunca olvida pedirme “el papel” en el que escribo una constancia de atención para que se le permita entrar a media mañana.
Nuestros primeros diálogos tratan de esas cuestiones –horarios, fechas, llamados, notas–, pero empiezan a desarrollarse otros temas. Me cuenta de algunas peleas con los otros chicos de su salón, y también de las que se producen entre él y su hermana: por lo general se pegan, y su mamá pone fin a los altercados pegándoles también. Conversamos con la mamá sobre esta dificultad; ella me confiesa que no sabe cómo frenar a sus hijos, que ya son grandes, cuando se atacan, por eso recurre a pegarles con cables. La señora va entrando en confianza y entre las dos pensamos otras alternativas. Como se acerca el verano y Juan va a estar todo el día con la hermana, le sugiero que lo inscriba en una colonia de vacaciones. Así lo hace y resulta una muy buena experiencia.
Un día le muestro a Juan unas letras con imán. Le gustan, así que entre los dos escribimos su nombre, el mío, el de algún compañero. Quiere escribir el nombre de una chica que conoció en la colonia. Al lado, sin ayuda, escribe: “Te amo”. Se lo nota muy concentrado en la tarea. Por varias sesiones me pedirá estas letras.
Le han comprado un celular y me lo muestra. Agendo su número y le mando un mensaje. Lo ayudo a agendar el mío. Me muestra fotos de sus compañeros y de la chica de la colonia que él mismo sacó con su celular.
Un día Juan toma un rompecabezas y empieza a armarlo. Me dice: “Yo antes no podía hacer esto”.
Vuelven a comenzar las clases y si bien sigue teniendo algunas dificultades, se lo nota mucho menos disperso, más atento e interesado en las tareas. Las docentes refieren que lo ven integrado al grupo. Luego de un par de meses le doy el alta, sabiendo que es probable que en un tiempo regresen.
* Psicóloga en un Centro de Salud y Acción Comunitaria (CeSaC) de la Ciudad de Buenos Aires. El texto pertenece a un trabajo incluido en Prácticas de no-violencia. Intervenciones en situaciones conflictivas, de Andrea Kaplan y Yanina Berezán (comps.), ed. Noveduc.