Con la mochila lista: reflexiones sobre la próxima vuelta a clases
La Opinión de Pergamino, Viernes 21 de Febrero 2014
(original de la nota publicada en Facebook por la autora. La versión publicada en el diario es reducida)
La doctora María Victoria Rego, especialista en clínica de niños y adolescentes con problemas de aprendizaje e integrante del quipo de investigación en Psicopedagogía Clínica (Universidad de Buenos Aires), confeccionó un informe denominado “Con la mochila lista”.
En pocos días más, todos a clases otra vez. Guardapolvos almidonados, uniformes planchados, algunos estrenando zapatos nuevos, formando fila y vislumbrando qué cara tiene la maestra de este año, si será “la mala” o “la buena”, si quinto será difícil, si habrá compañeros nuevos. Caras dormilonas y de desconcierto que no van a escapar a la foto con la abuela, con el hermanito que arranca jardín, y con los padres orgullosos que los agarran de las manos antes de soltarles rienda.
Es que de soltar riendas se trata. De llevar de la mano y también poder soltar.
A la escuela llegamos siempre acompañados: de nuestras familias, de nuestra historia, de las certezas infantiles que se organizaron entre las puertas más o menos cerradas de un mundo íntimo y conocido que nos vio dar los primeros pasos, pronunciar las primeras palabras y pedir ir al baño solos.
La entrada en la escolaridad marca en nuestras vidas la inauguración de otro espacio, social, exogámico, compartido con otros. Primera institución extrafamiliar, la escuela se convierte así en campo de novedades y también de contradicciones que rompen la exclusividad y homogeneidad de los lazos primarios para propiciar el encuentro con las diferencias. Éstas últimas, a veces disimuladas con eufemismos que la dotan de atributos hogareños (“la escuela es el segundo hogar”) o connotan a la maestra con funciones maternales que exceden su verdadero oficio.
Pero por suerte la escuela no es el hogar, ni la maestra mamá, y está bien que así sea. La escuela, por el contrario, es la oportunidad privilegiada que tenemos de hacer trastabillar sentidos hasta entonces estables, y poder sumergirnos en lo incierto y aún por conocer.
Delfina, de 4, lloraba desconsolada frente a su mamá el día que la seño le dijo que su almohadita no podía ir más con ella al jardín, “la voy a tener que dejar en casa” afirmaba, con cierto reconocimiento ya de la distancia entre ambos espacios, de lo permitido y lo prohibido, lo privado y lo público.
Hace ya un tiempo, Valentín, que por entonces tenía 6 años y cursaba primer grado, no salía de su conmoción: pertenecía a una familia religiosa judía y desde chiquito, cada vez que conocía a una nueva persona, la interrogaba por sus creencias religiosas, ordenando a éstas entre dos opciones: “¿Y vos sos cristiano o judío?”- repetía insistentemente, duda que para él se resolvía en una lógica binaria rígidamente aprendida (ser lo uno o ser lo otro). Cuando Román, su compañero de clases, le contestó que “ninguno de los dos”, Valentín se quedó boquiabierto, conjeturando esa tercera posibilidad, hasta entonces impensada.
Es que al principio, los emblemas familiares adquieren el lugar de certezas incuestionables, de la totalidad de lo existente. La familia es un todo que representa al mundo y sus límites. Con el ingreso a la escolaridad, se produce e impone un nuevo entramado de relaciones, informaciones y conocimientos, que complejizan la actividad psíquica de un niño, ampliando su universo y potenciando su posibilidad de pensamiento y aprendizaje.
Sin embargo, las conocidas y reiteradas estadísticas sobre fracaso escolar (repeticiones, deserciones, sobreedad) dan cuenta de que no todos los chicos pueden apropiarse de las oportunidades que brinda esta nueva experiencia. Para algunos niños, la imposición del ingreso a una institución educativa no es sencilla, pues suelen no tener resuelto su pasaje por el espacio familiar, en el que no terminan de brindarse las condiciones óptimas para el despliegue de un pensamiento más autónomo y creativo.
Josefina es la mamá de Gonzalo, de 8 años, que consulta por ciertas dificultades de comprensión y una dependencia muy fuerte del adulto para la resolución de sus tareas escolares. En una entrevista, se queja por la complejidad de lo que a su hijo se le enseña en ciencias naturales: “¡me tuve que poner a estudiar el sistema solar! ¡muy difícil como se lo dan, recién va a tercer grado!”
Los referentes primarios, en este caso los padres, operan como “filtro” para la metabolización de lo nuevo. Son ellos quienes muchas veces señalan lo que es válido aprender, lo que resulta atractivo y lo que no, y es de este modo como se gestan los emblemas identificatorios de cada niño. ¿Pero qué pasa entonces si mamá juzga que eso es difícil o que no me corresponde todavía conocer?
Por supuesto que la escuela también tiene el deber, como institución transformadora, de promover estas herramientas cuando las mismas no fueron suministradas en los confines familiares, lo que la convierte para muchos en una oportunidad única. No obstante, también frecuentemente se la critica –y no sin razón- por la obsolescencia de sus prácticas y contenidos, por su dificultad para actualizarse y generar atracción.
Pero también es cierto que la escuela demanda –y con derecho- algunas condiciones y pactos de intercambio: la escuela necesita chicos curiosos. Enseñar, mostrar, señalar lo desconocido requiere de parte de los niños contar con recursos simbólicos lo suficientemente dúctiles para procesar diferencias y enriquecerse con las mismas. Y eso sin duda empieza por casa.
Es que la curiosidad, el interés por lo que nos rodea, la fascinación por lo que contradice lo hasta entonces conocido y pensado, son recursos psíquicos que se donan y ofertan en el marco de las primeras relaciones, donde se instala el deseo de explorar y conocer.
Aprender implica de algún modo reeditar el placer de las primeras vivencias de satisfacción. Es entramar, en una misma cadena de sentidos, el placer habido en los encuentros con los primeros objetos con nuevos objetos y actividades, esta vez reconocidos y valorados en la escena social. De este modo, balbucear, gatear y aprender la tabla del cuatro son parte de una misma serie de logros y adquisiciones a los que se enlazan el deseo y el afecto.
Todo aprendizaje conlleva entonces deseo, interés, afecto. Y las distintas modalidades en que esto se concreta suponen selecciones, atracciones rechazos, que en cada niño movilizan significaciones históricas determinadas que singularizan sus modos de aprender.
Los problemas de aprendizaje dan cuenta de los quiebres o fallas que estos procesos pueden presentar, cuando estos derroteros del deseo no se instalan y en su lugar aparecen manifestaciones de desinterés, aburrimiento, niños abúlicos a los que nada parece hacer zozobrar jamás. Por otra parte, interés tampoco es pegotearse a un solo objeto válido como entretenimiento, ni transcurrir horas y horas con una Tablet o jugando siempre al mismo juego. El interés es por definición diletante, se amplía y expande y también integra y convoca a los otros.
Y es así como en la niñez el mundo debe abrirse como un enjambre complejo a descubrir, de la mano de adultos que acompañen y también suelten y confíen en otros adultos extrafamiliares encargados de introducir novedades y diferencias.
En ese sentido, y por estos días de planchado de camisas y armado de mochilas es válido preguntarse: ¿cómo propiciamos intereses en casa? ¿qué lugar tiene la exploración en nuestros hijos? ¿damos cabida a sus preferencias y elecciones, muchas veces contradictorias con las nuestras? ¿cómo respondemos a sus interminables por qué? ¿estimulamos la duda, el enigma, las incógnitas?¿cómo acompañamos la frustración, que no es fracaso sino estímulo para reintentar?
Por eso, en esta etapa de comienzos, tratemos que el bichito de la curiosidad les pique en casa, y se vuelva inagotable en la escuela.