Por JOSEFINA EDELSTEIN
La idea asumida por los adultos de entender el mundo como un espacio de consumo y de productividad ha transformado la educación desde la infancia, y no en un buen sentido, considera Carlos Skliar, investigador principal de Conicet en el área de Educación de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (Flacso, Argentina). Las prácticas para conseguir el éxito, la felicidad, el expresarse con una oratoria eficaz y el coaching que acompaña esos procesos “dejan un tendal de personas dañadas o rotas”, reflexiona.
Ubicado en el ámbito de la filosofía de la educación, ha escrito cerca de 30 libros y actualmente le preocupa y estudia cómo la imagen dominante del individualismo exitoso “ha acabado con la infancia, no sólo dividida entre la carencia y la abundancia, sino que también le ha quitado el tiempo libre, la posibilidad de formarse en el arte o de otras maneras que no sean en torno al mercado”.
Sus reflexiones también derivan de su participación en la delegación argentina de Poetas, Ensayistas y Narradores (PEN) en defensa de la libre expresión en la palabra y la literatura, de la que es vicepresidente. Durante una visita a Córdoba a fines de 2019, donde participó de un conversatorio-taller en Casa Manglar, sobre “La lectura como ejercicio de inutilidad: ¿dónde estamos y quiénes somos cuando leemos?”, La Voz le consultó sobre la pedagogía que se desarrolla en muchas instituciones y que choca con las inquietudes de niños y de jóvenes.
“Hay una generación que no sale al aire libre –remarca–, que no sale al encuentro con otros, y esto es uno de los problemas más trascendentes que tenemos que analizar. El mundo está imponiendo una suerte de éxito, de capacidad y de talento individual que choca con una contradicción necesaria que plantea la escuela, y que es la de tener otros puntos de vista, otra gente, otros mundos y otros contenidos”.
“Por lo tanto, entiendo el aburrimiento –agrega–, porque si puedo estar solo con mi computadora y la escuela reproduce ese mundo, no hay exterioridad y ahí se pierde su función que es, justamente, la de presentar otros mundos que no son solamente los exitosos que una determinada época quiere mostrar”.
–¿Cómo es su fotografía de esta época?
–Toda época plantea tensión entre la imagen que pretende ser victoriosa y sus rebeliones. Por lo tanto, creo que la imagen del hombre (y en masculino) es la dominante, pero no pienso que sea la que ha triunfado. También está la imagen de los que no pueden seguir el ritmo acelerado del éxito y quedan dañados, y la de las rebeliones. Esas rebeliones para mí son: el movimiento feminista internacional, el movimiento del cuidado de la Tierra y la búsqueda del arte y de la filosofía como exploración de otro mundo. Me parece que por ahí pasa la imagen de otros mundos que hay que hacer entrar en las escuelas. Y justamente la escuela es un lugar de tensión sobre qué ideas del mundo vamos a trabajar, no sólo para el presente, sino también para el porvenir.
–¿En qué consiste su propuesta de una pedagogía de las diferencias?
–Entre otras cuestiones, se relaciona con el cuidado del lenguaje, con salirse del lenguaje afectado por el poder (“yo soy el que sabe”, “yo soy el especialista”) y también con quitarse ese lenguaje hiperespecializado y hermético que en su formulación excluye a mucha gente para tomar sus propias decisiones. Esa forma de hacer de la propia educación un lenguaje muy refinado o muy técnico que no ayuda ni al bien común ni a la posibilidad de conversar. Porque mi propuesta final es entender la educación como una conversación en términos de cómo conversamos con diferentes grupos e individuos, en el modo de relacionarse con todos, pero también con cada uno.
–En cuanto a las escuelas con orientaciones en distintas ramas, ¿cuál es su opinión?
–Hay también una imagen de época muy fuerte entre conocimiento y lucro y yo, realmente, no plantearía un vínculo tan inmediato. Hace varias décadas que el conocimiento se ve desde su faz lucrativa, cuando la historia de la humanidad ha trabajo en la dirección contraria, que es el conocimiento en sí mismo, o el conocimiento inútil, como lo llaman algunos filósofos.