Ed. Eterna cadencia

Con exquisita destreza poética, Julián López recrea en su primera novela no solo el mundo de la infancia en los años setenta sino también la particular y aguda percepción de una época oscura en la que también los niños aprendieron que un secreto vale muchas vidas.

Un niño cuenta cómo era su madre y en ella encuentra el abrazo cariñoso y el deseo de crear para su hijo una vida mejor, pero también encontrará el ímpetu y la fuerza de una mujer sola en el mundo, la sensualidad de la juventud, el misterio de quienes tienen una misión y andan con el rastro a cuestas.

La experiencia histórica y social libra su conflicto con la experiencia individual de la pérdida en esta novela, y sus consecuencias generan una figura original para la narrativa argentina actual: la del hijo quebrado. Una primera novela absolutamente conmovedora que sitúa al lector frente a un conflicto moral novedoso y actual. (de la página de la editorial, http://blog.eternacadencia.com.ar/archives/2013/29273)

Fragmento

Mi madre era una muchacha bella. Tenía la piel pálida y opaca, hasta podría aventurarme a decir que azulina, un destello que la hacía única y de una aristocracia natural, lejana de toda trivialidad mundana. Tenía el pelo negro; claro, ya dije que era una muchacha bella, lacio pero pesado y con un diseño de cabellera como no creo haber visto. No hablo de su peinado, de la manera en que lo dispusiera su pelo caía gracioso y en forma, siempre parecía prolijamente recortado. Hablo del contorno de su pelambre, del dibujo lineal de ese océano de antenas flexibles en el que terminaba el piélago de su cara. Nacía simétrico y visible en el contraste, potente en cada uno de sus hologramas tubulares, y dibujaba un corazón sutil en el inicio de la mollera que a medida que bajaba se hacía cóncavo en las sienes elegantes.

 

Mi madre era una muchacha bella y voluptuosamente delicada; aun cuando pasáramos la vida que vivimos en una casi absoluta soledad, tenía un modo extraordinariamente sensual de ser para sí y, claro, ahí estaba yo con mis siete años, también para mí.

Hablaba de un modo profundo y a la vez despojado de la pretensión con la que hablan quienes quieren impresionar o quienes querrían ser intelectuales o, incluso, quienes quieren seducir. En medio de alguna palabra poco usual, adoraba acicatear su lenguaje con insectos verbales que lo mantuvieran despierto, tiraba con las manos su pesada cabellera hacia un lado o hacia el otro, como el paño suntuoso de un torero; clavaba sus pupilas brunas en el piso –¿dije ya que mi madre era una muchacha muy bella?– y las ascendía lentamente hasta mis ojos para entonces retomar la velocidad de sus argumentaciones casi siempre indignadas, casi siempre ofensivas, casi siempre ingenuas.

Vivíamos en un departamento de dos ambientes con una cocina luminosa que daba al pulmón de un edificio modesto pero sofisticado, esas construcciones de los 50, de no más de tres pisos sin ascensor, fresca en verano, helada cuando llegaba el otoño. Nuestra casa tenía un baño revestido de mosaicos negros, junturas verde pálido y grifería que alguna vez fue importante pero que envejeció con la premura con que uno pasa las páginas de una revista de moda de temporadas anteriores. El departamento tenía un balcón inutilizable porque con solo abrir la puertaventana se caían a pedazos las molduras del frente. Además mi madre odiaba el hollín que llegaba desde la avenida a dos cuadras y también odiaba el ruido que venía desde más lejos, como del centro de los autos y de la circunvalación de los camiones, y temía a los pájaros que anidaban en los fresnos que daban su verde a nuestras dos ventanas. Una vez la vi refugiarse en mi cuarto por un pichón de calandria todavía sin plumas que la madre pájara habría arrojado del nido por imperfecto y agonizaba en el borde de nuestro balcón. Con un palito terminé de expulsarlo para que mi madre saliera de la madriguera y el pequeño monstruo terminara sus jadeos directamente en la calle.

Durante un rato lo miré para tratar de ver en qué mo- mento terminaba de cuajar esa gelatina, en qué segundo terminaba el estertor. No tenía plumas y tenía los párpados sellados pero había sido desairado por su madre y temido por la mía: ya se podía morir.

Julián López nació en 1965 en Buenos Aires. En 2004 pubicó su primer poemario, Bienamado, por la editorial Carne Argentina. Una muchacha muy bella es su primera novela